La ciudad perdida de Z

“La ciudad perdida de Z”, de James Gray, es una de las películas de aventuras más sombrías y melancólicas que se hayan hecho. Y la más intimista.

Aquí, la Amazonia, el territorio explorado, es el espacio que concentra las fantasías y nostalgia de un hombre movido por la obsesión. Más que el escenario de una épica, es el de una espera sin fin y una búsqueda infructuosa. La travesía del coronel Percival Fawcett  por la región fronteriza entre Bolivia y Brasil en busca de los restos de una civilización perdida en la selva, es un periplo espectral.

Gray traza el retrato de Fawcett (Charlie Hunnam) como aristócrata, experto cazador, súbdito del Imperio Británico, reputado cartógrafo, hombre de familia, explorador. Pero, sobre todo, como personaje de dos mundos, insatisfecho aquí e inquieto allá, con un pie en los ambientes cargados y humeantes de la Real Sociedad Geográfica, y el otro en las embarcaciones que lo conducen por los ríos amazónicos.  En ninguno de esos lugares encuentra dicha, seguridad o arraigo. Pero quiere estar en ambos, volver una y otra vez, sentir la ansiedad del retorno al hogar, la desazón de la partida, el reencuentro con la selva y su densa presencia.

Dos momentos de la película, trabajados con sobria maestría, dan cuenta de ese desasosiego. En el primero, mientras avanzan por el río, Fawcett y sus hombres reciben un ataque de flechas. El coronel ordena una defensa singular: todos deben cantar una melodía patriótica. Desde la orilla, cubriéndose con una biblia, Fawcett evoca imágenes familiares. Son insertos brevísimos que no quiebran la continuidad de la acción ni su textura visual. Lo entrañable irrumpe en medio de lo siniestro. Esos sentimientos se prolongan y complementan.

El segundo corresponde a la última partida de Fawcett hacia Sudamérica. El tren sale de la estación y la cámara lo acompaña. El movimiento se extiende, gracias a la continuidad creada por el montaje, hasta el dormitorio de la familia de Fawcett, que duerme. Se entremezclan la excitación por lo desconocido que ya asoma y la memoria de una quietud doméstica que empieza a echarse en falta. El cinéfilo James Gray aprovecha para aludir a uno de los mejores filmes de Federico Fellini, “I Vitelloni”, con una alusión casi textual.

El Fawcett que imagina Gray es un explorador taciturno. Tal vez porque lo impulsa  un deseo de descubrimiento, es cierto, pero sobre todo de redención. Reivindicar el nombre del padre, afirmar sus convicciones ante los escépticos, reconstruir su propia imagen ante el hijo desafiante. Su proyecto es constante pero paciente y se extiende por dos décadas. Entre su  primer viaje amazónico y el último, la Europa culta y científica que niega las antiguas civilizaciones americanas se desangra en la batalla del Somme y en otras de la Gran Guerra. Taciturno y lúcido para percibir que la civilización se niega en las trincheras, pero también en los afanes depredadores del colonialismo.

El fotógrafo Darius Khondji es una pieza fundamental en los logros de “La ciudad perdida de Z”. Establece un estilo visual sin fisuras. Los grises y ocres británicos, siempre opresivos, se reemplazan por los tonos saturados de la selva, la iluminación con antorchas, la clave baja persistente, el claroscuro como rasgo visual dominante. Son los acentos visuales del empuje silencioso, de la trayectoria inmóvil, de esa travesía que apunta a la expectación antes que a la espectacularidad.

A diferencia del Vittorio Storaro de “¡Apocalipsis ya!”, operático y exaltado en sus cromatismo –incluso el nocturno, plagado de brillos y reflejos naranjas-, Khondji, al servicio del depurado clasicismo de Gray –clásico= moderno, decía Godard, citando a Elliot-, mantiene el pulso contenido, prefiere las sombras,  crea un universo visual que da cuenta exacta de los sentimientos contrastados que impulsan los viajes sin gloria del personaje. Y sus expectativas sin sustento: la fantasía de la civilización perdida solo se sostiene por el voluntarismo de Fawcett y sus frágiles hallazgos materiales.

En la media hora final la película adquiere el tono de la fábula. Una cualidad onírica se desprende de las imágenes. En el momento del sacrificio, la selva adquiere una presencia a la vez fuerte y evocativa, cargada y evanescente. Tanto como la imagen de la silueta de Nina (Sienna Miller) a contraluz que vemos luego del segundo viaje de Fawcett, convertido ya en un hombre extraterritorial.  

Es inevitable vincular “La ciudad perdida de Z” con otros relatos de aventuras, exploraciones y descubrimientos. Pero la película de Gray se distingue de casi todas: no es crispada como “Aguirre, la ira de Dios”, ni romántica y pastoral como “El nuevo mundo”, ni novelesca como “Stanley y Livingston” u otras películas del género hechas en el Hollywood de la era clásica. Es una aventura opaca, lacónica, existencial, construida en forma elíptica.   

Dos personajes notables. El cabo Costin, encarnado por un Robert Pattinson muy destacado, y  la Nina de Sienna Miller, resistente, terca, fuerte. Su imagen cierra la película en forma excepcional: ella es también un personaje de dos mundos.

Ricardo Bedoya

One thought on “La ciudad perdida de Z

  1. Y como no hay un Oscar que la respalde, la película ya salió de cartelera. Apenas una semana estuvo. Y encima una de las pocas salas que la exhibió fue la tristemente célebre sala 7 del Alcázar que al parecer mejora su proyección solo cuando hay una reclamación mediática.

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