Suburbicon: Bienvenidos al paraíso

En “Suburbicon: Bienvenidos al paraíso”, la sátira pretende ser contundente. Para conseguirlo, George Clooney echa mano a un viejo guion de los hermanos  Joel y Ethan Coen. 

Desde el arranque se liquidan el realismo y las sutilezas. Estamos ante una fábula renegrida que enuncia sus intenciones en tono alto y hasta estentóreo. Como en “Fargo” o en “Educando a Arizona”, la caricatura se impone, con personajes que suman actos gratuitos o absurdos. Son las inevitables secuelas de sus comportamientos, siempre impulsados por una torpeza sin atenuantes. O por un cinismo que no rinde frutos, como el que proviene del chantaje intentado por Oscar Isaac.

Más que personajes, los de Julianne Moore y Matt Damon son marionetas al servicio de un titiritero predicador y de lo que intenta demostrar: que el suburbio ejemplar de la era Eisenhower, pletórico de familias blancas y satisfechas, no era más que una tapadera de las peores podredumbres. Y que, claro, ponerlo hoy como modelo de la convivencia ideal en el seno de las políticas de la “America First”, no es otra cosa que la prueba fehaciente de una necedad aún mayor que la de los personajes principales de la película.

A pesar de esos afanes, Clooney narra con seguridad y energía su cuento de tintes oscuros, que remite a los melodramas “negros”, de pasión y crimen, de los años cuarenta y cincuenta. La fotografía es atmosférica, de tonos ocres y opresivos, tanto como la música de Alexander Desplat, que incluye toques melódicos que evocan, con un aire irónico, las viejas partituras de Alfred Newman o de Frank Skinner. Los actores aportan el tono comedido a lo que pudo resultar una farsa grotesca.  

Pero el toque “noir”, con sus malvados giros de suspenso,  se diluye en la representación de la ordalía por la que atraviesa la familia afroamericana llegada al suburbio.  La línea narrativa que sigue a la familia Meyers es sumaria y quebradiza. Está ahí solo para contrastar las barbaridades de los blancos acomodados. Y para conducir la faena, luego del exterminio sangriento, hacia un gesto “positivo” de integración, más allá de muros y vallas.

 

Ricardo Bedoya

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