El gran showman

Si Liam Neeson busca borrarse en “El informante”, Hugh Jackman hace todo lo contrario en “El gran showman”, de Michael Gracey. Es el centro del mundo, el rey de los emprendedores, el dueño del circo. Canta, baila, se agita, se emociona y llora. Es energético y está en todas. Sin él, la película sería un desabrido e interminable zurcido de canciones que trajinan,  sin fatiga, un concepto: el esfuerzo convierte a las quimeras en realidades, mientras que los logros personales son motivados por los sueños y las ambiciones. Es decir, lo mismo pero formulado al revés.

Porque aquí estamos en el terreno de una de las vertientes más temibles de un género formidable como el musical: la que ilustra las acciones con episodios cantados que pregonan mensajes positivos, destruyendo cualquier continuidad narrativa.  Y más aún cuando el guion intenta ser una celebración de la diversidad (una celebración de lo humano le dice a Barnum el crítico rehabilitado), alineándose en la corrección que debe presidir cualquier filme biográfico edificante. Y lecciones de corrección hay aquí en abundancia.

El “casting” que hace Barnum para elegir a los “freaks” de su circo es el único momento que tiene algo de fibra. Las apariciones del hombre diminuto y de la mujer barbuda llegan con observaciones del entorno social y apuntes coloridos sobre el mundo de los prejuicios y  la segregación de los diferentes. Pero esos personajes diluyen su presencia y nunca adquieren entidad. En lo que queda de proyección, solo son “fenómenos” que aprenden a actuar y a danzar.

“El gran showman” carece de tensión dramática. Las amenazas al circo son producto de las bravuconadas de una chusma antes que las manifestaciones del odio hacia los diferentes. Lo mismo ocurre con el conflicto sentimental de los personajes de Zac Efron y Zendaya Coleman. La diferencia de clase se resume en un cruce de palabras entre el inocuo Zac y sus encopetados padres.

La imaginería de las escenas coreografiadas remite a las de “Moulin Rouge” y otras películas de Baz Luhrmann, pero en versión condensada. Mejor dicho, fantasmal. Muestran disciplina, mucho ensayo y dedicación, pero nunca efervescencia ni delirio.

Ricardo Bedoya

    

   

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