Zama, por César Guerra Linares

Valió la pena la larga espera de 9 años para ver una nueva película de Lucrecia Martel. Me refiero a su cuarto opus, la estupenda “Zama” (2017): inspirada en la gran novela homónima de Antonio Di Benedetto

Estamos frente a un notable largometraje (exigente, complejo, riguroso, requiriente de más de una visión para adentrarse mejor en él), que obra sobre todo en las atmósferas, las sensaciones y las pulsiones básicas, y que muestra también diversas características que ayudan a la consecución del primer adjetivo señalado; para ello, me centraré en tres facetas claves: el retrato y el desenvolvimiento del personaje Diego de Zama; lo sensorial (en sus aspectos visual y auditivo) y lo narrativo.

Con relación al personaje del asesor letrado de la Corona española Diego de Zama interpretado certeramente por Daniel Giménez Cacho, se trata de un ser lacónico, apocado (en la primera acepción que ofrece el DRAE), taciturno, quien está a la espera de ser trasladado de la zona en la que se encuentra a otra que considera mejor para vivir y desarrollarse. Sin embargo, la ansiada respuesta afirmativa de la metrópoli, para su nuevo destacamento a Lerma, no viene y cada vez va dilatándose más. Él no llega a encontrarse nunca en ese lugar, se siente un ser ajeno como ese pez, del que se menciona al inicio de la historia, que lucha por adaptarse y permanecer en el agua; pero esta lo repele. No consigue identificarse con quienes lo rodean, todo y todos les son ajenos (los guaraníes, los esclavos africanos, los españoles, los criollos) ni tampoco con el territorio tórrido que lo hastía. La identidad es para él imposible de alcanzar, apenas tiene contactos funcionales con los miembros de la Corona asentados en esa región, Luciana Piñares de Luenga, la nativa Emilia y el copista Fernández.

Lo metafísico en su costado existencialista está de forma constante en la espera dilatada y absurda sumada a esa falta de identidad con lo que él tiene a su derredor. El rostro y la mirada de Zama están entre la perplejidad y el desencanto: son indescifrables. Incluso cuando esboza una sonrisa o se ríe mostrando los dientes, no son acciones que se sientan cálidas, sino más bien gélidas. La faz de este personaje es la del rostro imperturbable e inexpresivo del humor seco (deadpan).       

Respecto de lo visual, se produce un cuidadoso y elaborado trabajo de planificación (el desglose de los distintos planos hechos por la cámara), como tomas fijas en varias secuencias que se centran en los personajes y objetos, y otras que trabajan de modo muy logrado la profundidad de campo, que da cuenta de la presencia de la lejanía e incertidumbre del paisaje presentes en la vida cotidiana de Zama; además, de planos enteros, medios, primeros planos, panorámicas y pausados movimientos de cámara que se alternan de modo acompasado.

Martel juega con la nitidez de las tomas y a veces con los desenfoques; mediante esta opción difumina la imagen con el fin de enrarecerla. Asimismo, tanto la iluminación natural de los espacios abiertos como la artificial de los lugares interiores cerrados y, en ocasiones, abiertos están aplicadas con un sentido preciso de la puesta en escena; es decir, cada una está usada para generar un microclima adecuado a la situación exhibida.  

En relación con lo auditivo, hay en la banda sonora una combinación virtuosa de los recursos sónicos, sean los ruidos propios de una región como la que está representada en las imágenes de la película zumbidos de los insectos, sonidos onomatopéyicos de los diferentes animales que circulan y conviven con las personas, fluir y rumor de la corriente del río, etcétera; sean las diversas voces de los habitantes; sean la música y los ruidos incidentales (ambos extradiegético). Existen tres elementos fundamentales, dos de ellos a propósito de esto último y un tercero que está en algún término emparentado con el dúo anterior: el primero, el sonido amplificado parecido al pitido que se escucha después de una explosión y otro como si fuera una turbina de avión. Ambos surgen en cuatro secuencias durante la película y tienen la cualidad de producir un leve aturdimiento desorientador que se conjuga cumplidamente con las imágenes. El segundo es la música instrumental con boleros tropicales extratemporales para la época, en que se desarrolla la historia, que tiene el doble valor de ventilar tanto el aire soporífero que respira Zama cuanto el ambiente cargado y claustrofóbico por el que transita. El último, el formidable uso del fuera de campo (espacio y sonido en off). Las voces de las personas que hablan en distintas lenguas, los relinchos de los caballos, los ladridos de los perros, así como el barullo del pueblo están varias veces fuera de lo que registramos en el encuadre: a algunos de los emisores los vemos luego de un momento y otros no aparecen nunca, pues quedan solo como referencias auditivas.

En cuanto a lo narrativo; por un lado, la directora, del mismo modo que el autor de la novela, trabaja en tiempo presente; esto es, lo que presenciamos es lo que vive el personaje en ese momento específico; pero a la vez recurre a reiteraciones dialógicas o de palabras dichas minutos antes que funcionan como ecos de conciencia o como si la cabeza de Zama las estuviera repitiendo o escuchando de nuevo a la manera de recuerdos instantáneos. Este recurso logra que se diversifiquen los puntos de vista y la perspectiva desde la que percibimos lo narrado. Por otro, la utilización de las elipsis temporales que hacen que la historia avance fluidamente, como un río correntío, ya que la vuelven vivencial y vívida ante nuestros ojos. No son necesarios los flashbacks y flashforwards ni la voz en off para que el filme mediante su avance nos remita al pasado, nos ancle en el presente empozado, aletargado, amodorrado o consiga que mentalmente nos proyectemos hacia el futuro. Todo ello se obtiene mediante la puesta en escena que emplea diálogos, referencias alusivas, presencia de los personajes y su transformación de apariencia física. Se advierte el sudor, la suciedad de los personajes como algo verdadero y no prefabricado.

Asimismo, en el desarrollo de lo que va aconteciendo, irrumpen ciertos momentos de humor asordinado de forma instantánea a partir de frases, gestos mínimos o acciones inesperadas que le dan otro matiz a la historia y que la potencian. En ocasiones lo onírico se filtra y no se sabe si es la vigilia o el sueño, o un cruce intermedio entre los dos estados, el que prima. De la misma manera lo alucinatorio se permea con lo que creemos que es la realidad.  

Para concluir, se observan puntos de contacto entre “Zama” y “La ciénaga” (2001) en lo que respecta a ese clima asfixiante, mórbido y lánguido que ambas obras comparten; además, de estar ambientadas en espacios cercanos a una naturaleza inquietante, inasible y arcana. 

Acápite:

Este apartado es solo para elaborar unos breves apuntes sobre algunas diferencias formales y estilísticas entre la novela y la película en cuestión; y lo hago más por un afán de ver cómo la directora ha dado virajes y ha ejecutado cambios para que su opus se enriquezca y sea plenamente cinematográfico, y no una adaptación copy paste.

A propósito de esto, debo decir que no es necesario haber leído la novela para disfrutar de la película comentada líneas arriba ni tampoco haber leído previamente ninguna novela, cuya historia es llevada al cine, para disfrutar estéticamente de un filme; en todo caso, sería lo “ideal” pero no lo imprescindible. Ni tampoco que cualquier novela es a priori mejor que la película en la que se inspira.

Ningún formato es mejor que otro, sino que son distintos; por ello, no pueden compararse a la ligera. (No existe un arte mejor que otro, cada cual tiene sus cualidades únicas). Por consiguiente, en el caso específico del cine y de la literatura ambos tienen sus particularidades intransferibles y cotos cerrados de lenguaje. No obstante, si llegado el caso se busca encontrar una cercanía entre uno y otro arte, es cuando la película logra captar el espíritu de la obra literaria de la que parte. Es decir, cuando consigue atrapar su esencia; en el caso puntual de “Zama” (la película), Lucrecia Martel alcanzó que su obra se adueñara de la atmósfera y del clima que rodea y cubre la historia; y para mí esta transposición literario-fílmica lo obtiene satisfactoriamente.

Un acierto esencial de Martel es haber obviado la voz en off para representar los pensamientos y monólogos interiores que aparecen en el Zama literario, que en la novela funcionan espléndidamente, y haber optado en cambio por diálogos directos, miradas, susurros y principalmente silencios que engrandecen la expresividad del largometraje. Otro es no haber compartimentado la historia en los años que esta se divide en “Zama” (novela) -1790, 1794 y 1799-, ya que decide que transcurra sin solución de continuidad; lo cual origina un acompasamiento, ayudado por las elipsis ya mencionadas con anterioridad, que el filme necesita. Por último, el cambio que hace la cineasta en el origen étnico de Emilia -que es una española viuda y pobre en la obra literaria y en la obra fílmica, una indígena guaraní- tiene una connotación sociopolítica y una visión descolonizadora claras, pero que no se usan de modo discursivo, enfático ni mucho menos panfletario.    

César Guerra Linares 

 

 

 

 

 

 

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