La boca del lobo permanece abierta. Treinta años de una película de Francisco Lombardi, por Víctor H. Palacios Cruz

A mi primo Marco Vinces,

Cuyo corazón se rompió

De no caber en este mundo.

 

Desde el balcón de una cafetería, mi esposa y yo apreciamos maravillados los pasacalles de danzas tradicionales que, por un motivo u otro, cada dos días durante una semana desfilaban alrededor de la plaza mayor de Huamanga. Comparsas que, con sus ritmos festivos –ejecutados por jóvenes, viejos y niños– daban la impresión de representar a una sociedad en perpetuo estado de júbilo.

Sin embargo, cualquier breve memoria de la historia local habría bastado para humedecer los ojos de un testigo. Un pueblo, que ha padecido y perdido tanto, brinca ahora bajo los arcos de piedra y hace girar sus coloridos ponchos y polleras como capullos de flores abriéndose sobre el pavimento gris.

La música es, dice Nietzsche, “el arte de la noche”. La prolífica escena artística de Ayacucho tiene distintas raíces andinas y europeas, pero su impulso más reciente se remonta a los oscuros años en que la región fue asolada por el cruel terrorismo de Sendero Luminoso, así como por los abominables excesos de quienes acudieron a combatirlo. Una población, de mayoría quechuahablante y campesina, objeto del desdén de la República y del prejuicio de gran parte de sus compatriotas, pasaba sus largas noches recluida entre gruesos muros. Privados de fluido eléctrico, ateridos por el frío del miedo; el oído alerta a ruidos lejanos, a pasos que llegaban y a súbitos golpes en la puerta; los ayacuchanos sentían que sus casas de piedra o barro eran brazos maternales. Allí se acurrucaban y, a falta del ocio de la televisión, tomaban una flauta o una guitarra y, cerca de sus pechos, con una tonada recordada o improvisada se subían a lomos de un tiempo insoportablemente lento.

Treinta años después de su filmación, La boca del lobo, dirigida por Francisco Lombardi (1988), sigue siendo la descripción más notable en el cine peruano no solo de algunos sucesos de aquel nefasto conflicto, sino también del difícil entramado social, psicológico y cultural que explica la magnitud de la violencia que sufrieron tantos inocentes en Ayacucho y otros departamentos de la sierra y la selva del país.

Otras películas de ficción han tratado los ataques subversivos en Lima (Tarata, de Fabrizio Aguilar, 2009), la afiliación a la facción senderista (Paloma de papel, también de Fabrizio Aguilar, 2003), el duelo inacabado (NN Sin identidad, de Héctor Gálvez, de 2014) o las secuelas del terror en una hija de migrantes desterrados por la guerra (La teta asustada, de Claudia Llosa, 2009).

A diferencia de todas ellas, La boca del lobo tiene la virtud de haberse concebido y realizado en los peores momentos de aquella hecatombe, con un elevado grado de fidelidad en los personajes, la trama y, sobre todo, la recreación del desquiciamiento de quienes, expuestos al pavor y la incertidumbre, tuvieron armas de fuego a su disposición.

Los años han conferido el rango de proeza al hecho de que Lombardi y sus guionistas (Augusto Cabada y Giovana Pollarolo) acudieran a la misma ciudad de Huamanga para documentarse, rodaran con arsenal y naves del Ejército y la Fuerza Aérea del Perú, y lograran vencer los recelos de autoridades políticas y militares en su estreno, ocurrido en medio de la crisis económica más devastadora del país en el siglo XX, durante la desastrosa gestión de García Pérez.

La matanza de más de treinta personas –entre ellos ancianos y niños– en la localidad de Soccos, a 18 kilómetros de la capital ayacuchana, por parte de miembros de élite de la Guardia Civil conocidos como Sinchis, en noviembre de 1983, es la tragedia que inspira el argumento de la película. “El tema de Sendero Luminoso –dice Lombardi– se veía desde las ciudades como una cosa ajena al país, a la sociedad, como una cosa que estaba pasando muy lejos, que tenía poco que ver con lo que pasaba en la vida de las ciudades”.

Combinando las reglas de distintos géneros como el terror, el drama y el western, La boca del lobo se abre con la aparición de una niña que pastorea unas ovejas y se detiene a los pies de la iglesia y, luego, frente a una comisaría delante de unos cuerpos acribillados por asesinos de Sendero Luminoso. El brillo de sus ojos negros, su carita que se ladea apenada y muda, brinda una imagen sin duda intencionada. La inserción de un punto de vista externo, de una sensibilidad y de una conciencia. La parte tierna e inocente del país que contempla los pedazos rotos y dispersos de sus principales instituciones, que ya no pueden protegerla y la obligan a partir arreando su mínimo rebaño.

En seguida se oye una voz, la de Vitín Luna (Toño Vega), que emprende una memoria personal, que es a la vez una búsqueda de comprensión. El apellido “Luna” es una evidente alusión al idealismo de sus aspiraciones de progreso profesional en un entorno de zozobra y abyección. Apenas salta del transporte militar, mira en círculo el pequeño poblado adonde ha sido destacado. “A simple vista, Chuspi no me pareció ni mejor ni peor que tantos pueblitos perdidos en la sierra. La misma tristeza, la misma miseria. El mismo estado de abandono que habíamos visto en todo el camino”.

La distancia entre el Estado y los peruanos de las jurisdicciones más recónditas se halla reiteradamente aludida en los encuadres de grupos de moradores que, ante la llegada de los soldados que presuntamente vienen a defenderlos, la bandera que Luna iza contra el cielo azul o el himno nacional con que el teniente Roca reclama su adhesión, reaccionan con la impasibilidad que deja la desesperanza que se ha vuelto costumbre.

La precariedad pública alcanza incluso a la tropa. Durante un contacto por radio, el sargento Moncada (Gilberto Torres) recibe burocráticas negativas a su urgente pedido de refuerzos, munición y comida. Con el mismo cinismo con que exigimos a tantos la pleitesía a una nación que únicamente ven ondear en el aire, el operador se despide de Moncada: “no pierdan la moral, muchachos. Estamos con ustedes”.

Durante sus ejercicios de rutina al amanecer, el entusiasta Luna comprueba que sobre el techo del puesto policial flamea un símbolo de Sendero Luminoso. Desde entonces, la figura del atacante queda estudiadamente fuera de plano. Solo vemos los indicios diferidos de su actuación: cadáveres, orificios de disparos, pintas en las paredes. Como en el buen cine de terror, el ocultamiento incrementa el poder de lo maligno. Recurso al que el rodaje se ve impelido también por el desconocimiento que se tenía del perfil de los senderistas aún en 1988.

Lo que no le impide retratar con pericia la situación de unos uniformados que enfrentan a un enemigo que, como en toda práctica terrorista, rehúsa el empleo de algún distintivo reconocible y, pérfidamente, se confunde con la población civil, a la que de inmediato pone en el punto de mira de cualquier represión.

Gravísima dificultad a la que se suman los estereotipos que traen consigo los jóvenes reclutados en las ciudades costeñas donde la abundancia de bienes de consumo y la desigualdad de los medios alienta conductas de codicia, ostentación, rivalidad y marginación.

Como afirmó en sus conclusiones el informe de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación, formada por el presidente Valentín Paniagua en 2001 con el fin de investigar la violencia ocurrida en las últimas décadas, “la tragedia que sufrieron las poblaciones del Perú rural, andino y selvático, quechua y asháninka, campesino, pobre y poco educado, no fue sentida ni asumida como propia por el resto del país”, lo que delata “el velado racismo y las actitudes de desprecio subsistentes en la sociedad peruana a casi dos siglos de nacida la República”.

No debe olvidarse que, en las zonas de Emergencia, los pobladores llegaron a sentir temor tanto de los senderistas cuanto de las fuerzas del Estado, a causa de los perjuicios que ambos lados les habían infligido. Por lo demás, la captura de Abimael Guzmán, fundador y cabecilla de Sendero Luminoso, por obra de un grupo de inteligencia de la Policía Nacional –no apoyado en su inicio ni por García Pérez ni por su sucesor Alberto Fujimori–, confirmó que el estudio del adversario y de la realidad debía haber sido una línea temprana en la política antisubversiva.

En La boca del lobo, el desprecio de la gente de la sierra se ilustra con verosimilitud en tres escenas significativas.

La primera, el hallazgo de un mapa de la plaza de Chuspi en los estantes del taller de un artesano, cuyos retablos son innecesariamente arrojados contra el suelo. Es la misma ignorancia de una tradición –que, desde el maestro Joaquín López Antay (premio nacional de arte en 1975), reproduce en miniatura los escenarios y actividades de una comunidad– que hemos vuelto a ver hace poco en la infame acusación de apología del terrorismo en unas bellas tablas de Sarhua adquiridas por el Museo de Arte de Lima, imputación originada en una maliciosa manipulación visual.

En otra escena, mientras dan cuenta de su cena haciendo burla de la música y la comida locales, los soldados cantan y bailan un vals criollo, “La palizada”, cuya letra dice: “somos los niños más engreídos / en esta noble y bella ciudad, / somos los niños más consentidos / por nuestra gracia y vivacidad. / En la jarana somos señores / y hacemos flores con el cajón / y si se ofrece tirar trompadas, / también tenemos disposición”. No es necesario insistir en el talante altanero y pícaro que estos versos celebran.

En un tercer momento, la joven que regenta un pequeño negocio en Chuspi es objeto de las descaradas pretensiones sexuales de Gallardo (José Tejada), quien la trata en los mismos términos autoritarios y peyorativos con que, según la literatura y el conocimiento común, los adolescentes de hogares acomodados han tratado a sus sirvientas. Sin duda, “Gallardo” es un apellido preñado de ironía, pues con él se llama a un tipo de peruano infelizmente habitual: el vividor pendenciero e irresponsable que se acobarda en las ocasiones que importan.

A propósito de la semántica de los nombres, ninguno tan elocuente como el del teniente Iván Roca (Gustavo Bueno), cuya irrupción se halla teatralizada por la tierra alborotada y el descenso ensordecedor del helicóptero del que surge una suerte de enviado providencial, con el porte recio y bravo del “Bill” Kilgore de Apocalypse now (Ford Coppola, 1979). “Roca” connota una superficie firme y sólida, que la marcha del relato reinterpreta como la capa endurecida que cubre un orgullo machista, cuyo sentido de la honorabilidad da lugar a un individualismo fanfarrón antes que a una genuina valentía patriótica.

Roca es ciertamente una máquina de guerra, de una ferocidad redoblada por la frustración de haber visto truncado su destino tras un desafío fatal relacionado con un lío de faldas. Su fábula sobre la tonta solidaridad de los manatíes y su disparo contra el animal de un lugareño anuncian una inhumanidad que, después, admite con frialdad en un aparte con Vitín Luna: “¿Qué? ¿Te da pena ese indio porque le maté su vaca? ¿Tú crees que a mí no? Pero acá uno tiene que dejar de lado esos sentimientos. Si uno no se pone duro con esta gente, nunca van a colaborar con nosotros”. En contraste, y como estableciendo un debate sobre las estrategias adecuadas en la lucha antisubversiva, Moncada dice a Luna: “la población debe odiarnos. ¿Apoyarías a alguien que se roba sus gallinas?”

Por cierto, entre todos los personajes, el soldado Chong (cuánto extrañamos a Aristóteles Picho, fallecido en 2013) parece cumplir la función narrativa de descargar las emociones embalsadas en el propio espectador. Todos sentimos con él náusea y horror ante los restos de compañeros destrozados con vesania, e indignación visceral ante la humilde familia despiadadamente masacrada por los terroristas: “¡Salgan, terrucos, carajo! Den la cara. ¡A mí no me van a matar! ¡Asesinos!”, grita llorando, y en seguida dispara a la nada y se tumba desconsolado. Sin embargo, él será el primero en abrir un fuego que abrirá sobre el país la herida de un irremisible oprobio. Más tarde dirá a Moncada: “nosotros no queríamos hacerlo”.

A mitad de película, en el curso de un patrullaje fuera de Chuspi, la reaparición de la pequeña pastora de las ovejas señala un contrapeso al paraje desolado, así como una suerte de pausa espiritual. Su semblante se fija en Luna. Le sonríe y sus ojitos que brillan bendicen la nobleza del forastero que debe ser preservada entre tanta desgracia. Resplandor de pureza al que Luna corresponde al romper su amistad con Gallardo, tras descubrir su vileza contra la chica de la tienda, pero al que luego traiciona al callar por completo en el despacho adonde ella y su tío llegan para denunciar el abuso.

Por cierto, la iglesia es el único edificio que a lo largo de la película persiste inmaculado. Su fachada es la única blancura en medio de toda la geografía y la pobreza de Chuspi. La cámara subraya su altura, sugiere una jerarquía. Pero jamás vemos a alguien salir de aquella intacta y vacía majestad, lo que aumenta la impresión de soledad de unas vidas miserables, frágiles y amedrentadas. El único instante en que el templo cobra protagonismo es cuando el teniente Roca utiliza su atrio para hablar a los habitantes de Chuspi en términos casualmente bíblicos: “desde ahora se acabaron los inocentes, o están conmigo o están contra mí”.

Los acontecimientos de Soccos son exactamente recogidos en el incidente que precipita la historia, y que muestra un procedimiento por entonces desdichadamente no infrecuente en integrantes de la Policía y las Fuerzas Armadas, la denuncia del cual ha sido a menudo juzgada como debilidad, complicidad con el terrorismo y traición a la patria, ahondando el dolor de los deudos y el resentimiento de numerosos peruanos, que ven que sus muertos no tienen los mismos derechos de otros muertos. “Ciudadanos que no son de primera clase”, declaró inicuamente el ex presidente García Pérez refiriéndose a unos nativos de Bagua.

Los derechos cuyo resguardo obliga al Estado a reprimir cualquier amenaza externa e interna –con las excepciones precisas que indica la ley y el sentido común– deben ser tutelados en todo ciudadano, sin importar su condición. Si la Constitución Política del Perú afirma que “la defensa de la persona humana y su dignidad son el bien supremo de la sociedad y el Estado”, los enemigos del país no son las personas en sí mismas, sino determinados actos y sin importar quiénes los perpetren. El mismo fundamento natural que sustenta la defensa de un agraviado, obliga en coherencia al cuidadoso respeto de la humanidad de un sospechoso o un condenado.

Durante una ronda nocturna, Gallardo, en compañía de Escalante, decide interrumpir una fiesta de bodas solo para “pedir un cupo para la lucha antisubversiva”. “Total –añade– a nosotros no nos pueden decir nada”. Tras sus órdenes prepotentes una piedra cae sobre la cabeza de Gallardo. “Ellos se roban nuestra comida, todo se llevan”, protestan enojados los concurrentes de aquella cita familiar. La indiscriminada captura de todos, incluyendo mujeres, ancianos y niños, termina de una forma absurda y demencial.

Consumada la atrocidad, el enfado de Moncada resuena en el tiempo y vaticina, en 1988, las iniciativas llevadas a cabo por la Asociación Nacional de Familiares de Secuestrados, Detenidos y Desaparecidos del Perú, la Comisión de la Verdad y la Reconciliación, organismos internacionales y otras plataformas sociales de memoria, reparación y justicia: “¡No puede ser! ¡Quién va a explicar semejante salvajada! Lo que ustedes han hecho no tiene nombre”. Un subalterno replica “nosotros cumplimos órdenes”. Moncada contesta: “nadie te puede obligar a matar niños. ¡Criminales, locos de mierda! Esto se va a saber. Algún día tendrá que saberse. Entonces no habrá manera de justificar esta barbaridad. ¡Dios bendito! ¿Cómo han podido hacer esto?”

Roca interrumpe a Moncada y profiere el discurso convencional que pretende amparar lo execrable invocando las reglas de la guerra: “acá uno no puede dejarse llevar por cojudeces sentimentales. Hemos actuado por el bien del país y nadie puede juzgarnos por eso. Ningún fiscal ni periodista maricón puede acusarnos de nada. Ellos no saben lo que es combatir al enemigo”. Palabras que de inmediato recuerdan a las del político francés Georges Clemenceau: “la guerra es un asunto demasiado serio como para dejarla solamente en manos de los militares”.

Detenido a tiempo por un último residuo de dignidad, Luna se niega a rematar a una víctima indefensa, conminado por Roca entre insultos –“¡Dispara si eres hombre!”–. Es el detonante de un duelo entre ambos personajes, pico de la historia, en que al fin se dirime la estúpida idea de virilidad en cuyo nombre se han causado tantas calamidades. Luna abandona la sala de la comisaría, el pueblo de Chuspi, el futuro de su carrera… “Ya nada me importaba”.

En su huida por un sendero de campo se reencuentra con la niña de las ovejas. Sus ojitos brillan otra vez. No discernimos si la pureza de su gesto interroga, juzga o se compadece del desertor. En el rostro agitado de Luna entrevemos la vergüenza y el espanto. Sin decir nada, se aleja dándonos la espalda. Dejándonos en el alma la cuenta pendiente de la abrumadora verdad que la película ha tratado.

Nosotros, aquí todavía, en el mismo tramo del camino, delante de la dulce mirada de la niña de las ovejas.

Víctor H. Palacios Cruz

Escritor, filósofo y profesor de la USAT

 

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