La casa rosada, por Emilio Bustamante

Hay dos maneras posibles de ver La Casa Rosada, entre otras tantas.

La primera,  desde la perspectiva del relato clásico y el modo de representación institucional, como una película con problemas narrativos que demandaría una reedición que abreviara el inicio, le diera mayor verosimilitud y causalidad a los primeros veinte minutos, eliminara alguna escena innecesaria (la del asesinato de un soldado por su propio compañero ante la total indiferencia de sus superiores, por ejemplo), y creara implantaciones para que no parezcan arbitrarias las apariciones de los personajes de Ramón García y (especialmente) Cristhian Esquivel en el último tramo del filme. Esta mirada no podría negar, sin embargo, la buena dirección de arte, las solventes actuaciones, y el sugestivo empleo del espacio en off potenciado por un envolvente sonido que crea sensaciones de acoso y de una auténtica situación de guerra.

La segunda manera de verla es como una película intensa, que busca la comunicación con el público masivo a partir de una narrativa más acumulativa que causal, con raíces en el melodrama y el relato oral (regido por el “y entonces” en lugar del “pero por tanto”); como un filme con un estándar técnico profesional al que aspiraba su director durante años movido por el objetivo de llegar a pantallas nacionales e internacionales y romper las limitaciones de la exhibición en circuitos regionales; y, por último (y quizá lo más importante), como una película sobre la memoria del conflicto armado interno desde la óptica urbana de quien lo vivió en la ciudad misma de Ayacucho, que sin dejar de señalar la responsabilidad criminal de Sendero Luminoso, nos recuerda  la violación sistemática de los derechos humanos por parte de las fuerzas armadas, que ciertos discursos pretenden hoy hacernos olvidar.

En La Casa Rosada (nombre de la película que evoca a un conocido centro de torturas en Huamanga que operó durante el conflicto) se recrean vívidamente secuestros, torturas y ejecuciones extrajudiciales de inocentes por parte de militares que consideraban que todo ayacuchano era un terrorista o, por lo menos, un sospechoso de serlo; y se logra una de las imágenes más estremecedoras que el cine peruano haya dado hasta hoy sobre el conflicto: la de los soldados del cuartel Los Cabitos echando, en la noche, los cuerpos desnudos de los ejecutados al horno especialmente construido para ese fin. Otras imágenes, como la de los niños buscando el cuerpo de su padre en un botadero de cadáveres, o las de la familia en la oscuridad del hogar escuchando asustada durante la noche explosiones de bombas, ráfagas de metralleta, tropel de botas y gritos destemplados, son apenas menos memorables.

Desde esta lectura, La Casa Rosada es una película oportuna y valiente que todos deberíamos ver.

Emilio Bustamante

One thought on “La casa rosada, por Emilio Bustamante

  1. No me gustó la película por sus fallos de guion y argumento. Sin embargo, usted me hace ver que no todo es malo en “La casa rosada”. Esa es la función de la crítica, hacernos ver algo desde varios ángulos. ¡Vale!

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