Hablemos de cine y la cinefilia mutante

Con pequeñas variantes y algunos agregados, este es el texto que leí el 31 de julio pasado en la presentación del libro Hablemos de Cine (Antología). Volumen 2.

Lo primero que pensé al terminar la revisión de este sustancioso segundo volumen antológico de Hablemos de Cine, publicado por el Fondo Editorial de la Pontificia Universidad Católica, es en las semejanzas y diferencias entre el acercamiento al cine propuesto por la revista en los años sesenta, setenta y ochenta, y los acercamientos de hoy, los de la cinefilia digital.

Hay algunas diferencias que son obvias y no vale la pena insistir sobre ellas. Hoy, por ejemplo, se ven las películas hasta en las pantallas de los celulares. En esa época, en cambio, Federico de Cárdenas lamentaba tener que escribir sobre Vincente Minnelli sin haber tenido la oportunidad reciente de volver a ver algunas de sus películas en la pantalla de una sala de cine.

Hoy, los cinéfilos se enfrentan a miles de películas ofrecidas en decenas de plataformas. Ante ese torrente audiovisual nadie podría proclamar, como lo hace Chacho León en un artículo recogido en este libro, que “Hawks y Hitchcock son las dos H más importantes del cine americano y del cine mundial, diría yo, mientras no me demuestren lo contrario.” Esos eran tiempos de certidumbres. Ahora, son de dudas, si no de incertidumbres.

Antes,  la crítica reivindicaba el placer de la mirada, el goce sensorial, el erotismo en la relación con la pantalla. Ahora, una parte de la crítica estruja las películas para acomodarlas a esquemas teóricos o las examinan para verificar que cumplan con las exigencias de la corrección en boga.   

Antes, la vocación cinéfila era amplia, abarcadora, casi enciclopédica. Ahora tiende a ser parcelada y restrictiva. No es inusual encontrar aficionados que digan “yo no veo películas de Woody Allen”, o “yo no veo películas gringas de Hollywood”, o “yo no veo comedias románticas”, o “no veo westerns”, o no “veo películas narrativas”, o “solo me interesa el cine experimental”.      

No son esas diferencias las que quiero destacar. Prefiero mencionar aquello que liga el espíritu de Hablemos de cine con lo que caracteriza la cinefilia de hoy, la de la era digital. O la cinefilia mutante o la neocinefilia, para denominarla como la hace Girish Shambu en un libro reciente.

La primera semejanza tiene que ver con el gesto que moviliza el afán crítico. No es una fruición personal solamente. Es un placer que necesita ser compartido. El cinéfilo también es un activista y no solo está volcado al gozo de la contemplación. También reflexiona, conversa, debate, organiza fórums, programa películas, habla de cine. Y escribe, claro. No podría entenderse la existencia de una revista como Hablemos de cine sin la realización de todas esas actividades múltiples.

Se traducían en gestos materiales. En trajines físicos. En andanzas. En presentaciones en cineclubes. En la venta directa de la revista, ofrecida de mano en mano. En las visitas a la imprenta para apurar la impresión. En la negociación con los distribuidores para obtener los títulos que debían mostrase en el cineclub. En el trajín de cargar los rollos de las películas cuyas proyecciones permitían financiar las ediciones.

Eran tiempos analógicos. Cada movimiento dejaba huella. Y sudor, y cansancio físico.

Los de ahora son días sin huella. El mundo digital desmaterializa todo, pero el impulso inicial es el mismo. Los cinéfilos digitales existen en las redes, intercambian archivos, acumulan películas obtenidas en descargas, tuitean, frecuentan sitios de internet que manejan servidores donde parece conservarse toda la memoria fílmica del mundo. Algunos son legales. Otros, ilegales. “Pásame la última de Hong Sang-soo  y yo te doy mando el link de las que acaban de pasar en el festival tal o cual”.

Si los cinéfilos de entonces programaban cineclubes, los de ahora se mueven en otro tipo de programación. La de los festivales. Ya no alquilan a los distribuidores locales. Ahora negocian con codiciosos agentes de venta internacionales, que cotizan en euros. Pero el impulso es similar. Se sustenta en la curiosidad de ver lo último y de compartir los descubrimientos, compitiendo por mostrar las películas más queridas.

Ese es otro punto de unión entre el cinéfilo de ayer y el de hoy. La necesidad de compartir la pasión. Y conversar es una forma de compartir. Y aquí quiero decir algo que acaso resulte audaz. Hablemos de cine es, sin duda, una revista precursora de lo que ahora se llama el internacionalismo cinéfilo.

En los años sesenta, cuando la internet y las redes sociales eran fantasías de la ciencia ficción, Hablemos de cine logró construir un discurso de muchas voces, que llegaban desde diferentes lugares del mundo.

Ahora, con el correo electrónico, Facebook, Tweeter, Instagram, entre otras redes, la cinefilia dialoga en los espacios virtuales. Un libro como Movie Mutations reflexionó sobre ello en los tiempos iniciales de esos intercambios electrónicos. Pero la red internacional de la cinefilia no nació hace dos décadas.  

Surgió con Hablemos de cine. La revista peruana convocó críticos internacionales. Cahiers du cinéma no lo hizo. Positif, tampoco. Ni las españolas Nuestro cine ni Film Ideal lo lograron. Esas revistas podían algunos tener corresponsales extranjeros (Fico de Cárdenas lo fue para Positif), pero no mantuvieron constancia en la colaboración. Como sí ocurrió con Hablemos de cine en ese período tan apasionante de fines de los años sesenta.

Eran españoles como José María Palá, Miguel Marías, Augusto M. Torres, Manolo Marinero, catalanes como Ramón Font y Segismundo Molist, o franceses como Michel Ciment (que es hasta hoy el hombre fuerte de Positif) y Bertrand Tavernier, conocido cineasta y pieza clave del Instituto Lumière, en Lyon.

Fue una internacional cinéfila precursora. Y lo más interesante es que la correspondencia entre peruanos y extranjeros se mantenía en la misma frecuencia de onda, apostando por los mismos cineastas y escribiendo desde una visión compartida del cine.

Y esto lleva a otro punto vinculado con la cinefilia digital. El universo de las redes construye una cinefilia sustentada en transacciones inmediatas, en contratos que no son de lucro. Son contratos de pasión.

La película que no he logrado ver la pones tú y yo pongo una que no viste y las intercambiamos sin que importe la lejanía física. El dossier que quiero publicar está incompleto porque no tengo acceso a la última película del cineasta. No importa. Hay alguien que la acaba de ver y puede escribir sobre ella ahora mismo, en el acto. Leo algo sobre un cineasta desconocido y me provoca ver sus películas. La curiosidad me lleva a Vimeo, a YouTube, o a sitios de descarga donde encuentro lo impensable.

Esa dimensión contractual es la que se apunta en la colaboración de Hablemos de cine con los colaboradores extranjeros. Seguro que no eran intercambios instantáneos como ahora. El correo tardaba un mes en llegar.  Pero lo que importa es el concepto y el gesto. La carta de Bertrand Tavernier desde París que se publica en este volumen antológico de Hablemos de cine da cuenta de eso que quiero decir.

En 1968, Tavernier introduce el nombre de Ernst Lubitsch en la revista mientras le toma la temperatura a la moda de la época, a ese árido estructuralismo que no cuadra con su perspectiva a la vez erudita e impresionista. Tavernier hace un ejercicio de microcrítica. Salta del cine clásico a la modernidad,  proclama sus gustos y preferencias, desconfía del Godard político y del culto al cine joven por el mero hecho de serlo. Toma distancia del esnobismo de entonces, que no difiere del actual. Escribe en párrafos breves como si lo hiciese para un blog y da rienda suelta a su subjetividad.

Hablemos de cine entró entonces, sin saberlo, en la era de la cinefilia mutante.      

Ricardo Bedoya   

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