Dos atractivos cortometrajes exhibidos en la sala Robles Godoy: “Microbús”, de Alejandro Small, y “Cucurucho”, de Brian Jacobs.

El primero muestra a un grupo de jóvenes en plena deriva nocturna por las calles de Miraflores. No hay objetivo ni meta en el recorrido. Solo hay impulsos que los conducen hacia una trayectoria sinuosa, que tiene algo de juego, de pérdida de rumbo y de mero complicidad de grupo.

Pero lo que interesa de verdad es la fotogenia de la noche, tan bien captada por César Fe. Contraluces; una cámara móvil que registra el recorrido de los cuerpos filtrados por la ligera neblina y saturados por las luces amarillentas de la ciudad que resulta acogedora y hostil a la vez. Impresión ambivalente que equivale a los gestos del grupo, afines y, a la vez, extraños a esos lugares. El grupo reposa en un parque, pero también golpea y patea una pared. Es un juego de pertenencia y agresión a la ciudad, registrada con un tratamiento visual nocturno que recuerda el de ciertas películas del Hollywood de los setenta, desde “Maridos” hasta “The Last Detail”.

“Cucurucho”, de Brian Jacobs, apuesta, como otros cortos del director (“Animales domésticos”, “Cuidados intensivos”) a la parábola, a los encuadres simétricos, al humor de rasgos grotescos, a la teatralización de las acciones, a la dramatización de juegos de poder entre pocos personajes, a cierto erotismo más bien turbio y sugerido, al aire viciado del encierro, a la disposición casi coreográfica de los cuerpos en el encuadre. Su formalismo remite a las artes plásticas, a cierta vocación por la performance  y por la representación de gestos extremos o crueles.

Jacobs tiene dominio de sus recursos; ambienta y dirige con soltura, pero se percibe, a veces con exceso, la huella de sus influencias y deudas formales, desde Von Trier hasta el Yorgos Lanthimos de “Canino”.  Ignoro si Jacobs conoce la obra del holandés  Alex Van Warmerdam, con el que comparte rasgos en común.

Ricardo  Bedoya