Green Book: Una amistad sin fronteras

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En “Green Book: Una amistad sin fronteras”, el “mensaje” se ve venir a lo lejos. Y llega sin falla ni retraso, redondeando la fábula bien intencionada que ahora compite por el Oscar.

Pero hay algo atractivo que se cuela entre tanta corrección. Es la tensión que opone el costado exigido y prudente del guion a la desfachatez y corporalidad del personaje de Viggo Mortensen.

Ya sabemos que una película como “Green Book”  es celebrada por sus postulados de tolerancia y respeto por el otro. Pero resulta que aquí el verdadero color y gracia lo ponen la impertinencia, incorrección, grosería y descaro de ese matón italoamericano que eructa, devora pollo frito, habla sin parar, celebra a Little Richard, y comete estropicios con el idioma. Más que el contraste ejemplar con su atildado pasajero, importa la dinámica de ese personaje cómico que evoca –aunque en clave baja-  a los protagonistas de las antiguas películas de Peter Farrely, esas comedias faltosas que dirigió con su hermano Bobby.

Lo sustancial se concentra en los episodios menores o secundarios del viaje, en los momentos de espera, en las comidas de carretera, y en los diálogos que no tocan los asuntos fuertes de la segregación y el racismo. Esos temas se conducen mejor por las vías indirectas: apelando a un humor de contrastes, a veces brutales, suscitado por el racismo que lleva naturalizado el chofer ocasional y guardaespaldas del Bronx.  

En esos momentos, cuando los viajeros aún están lejos del Profundo Sur, la película respira y adquiere una atmósfera a la vez intimista e hilarante. Farrely exhibe temple de narrador y nunca afloja en la dirección de los actores.

En esos pasajes uno puede imaginar al director de “Irene yo y mi otro yo” cotejando sus opciones.  

Es decir, sopesando la alternativa de desarrollar a fondo los impulsos que mueven a un personaje como el de Mortensen, siendo fiel a su propio yo, o de morigerar cualquier exceso, como lo propone la Academia, ese “otro yo” -o “superyó”-, que señala estándares de comportamiento y recompensa la fidelidad de sus miembros con candidaturas al Premio mayor.

El pulseo con el personaje del pianista, que interpreta  Mahershala Ali, lo gana Mortensen por varios cuerpos, y no solo por los kilos que lleva de más. La “sobreactuación” de Viggo es casi una necesidad de su personaje. Lo opone al aire aristocrático del artista, acentúa el efecto de disparidad cómica, y aporta un toque de exagerada irrealidad a la fábula que se narra. Y Mortensen se encarga de añadir un par de miradas largas, matizadas, que lo sacuden del estereotipo étnico para poner melancolía donde solo parecía existir torpeza.   

El personaje de Ali está delineado con los rasgos de nobleza incomprendida que tenía el Charles Laughton de “Nobleza obliga”, de Leo McCarey. Su juego, notable, es tan vistoso en su austeridad como el de Mortensen en su exuberancia.

 

Ricardo Bedoya  

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