“Bacurau”, de los brasileños Kleber Mendonça Filho y Juliano Dornelles, es una variación temática y una ampliación estilística de “El sonido alrededor” y “Aquarius”, los títulos anteriores de Mendonça Filho.
Aquí, como en ellos, se indaga por los sonidos y los gestos que llegan de otros lados, de un tiempo distinto, del pasado. Ya no son los sonidos fantasmales de la historia de Recife que salen al encuentro de la rapiña inmobiliaria y el chantaje de los empresarios del negocio de la seguridad privada, como en la primera película. Tampoco son las memorias del deseo y los ruidos de las termitas destructoras que defienden el empeño de Sonia Braga en “Aquarius”.
En “Bacurau”, pese a su ubicación futurista, es el pasado el que gana el protagonismo. No importa que la acción transcurra en tiempo de drones con aspecto de platillos voladores sacados de una película de Fred S. Sears, o de vigilancia panóptica, o de mercenarios dispuestos a dejar la tierra arrasada que necesitan las inversiones multinacionales. Lo que cuenta es la resistencia que llega de la tradición rural, de la época de los ingenios, de la rebelión contra los patronos y los hacendados. Los gritos de la revuelta cangaceira son, ahora, los sonidos de alrededor. La violencia ancestral es la que se descubre como verdadero factor de protección civilizadora frente a la barbarie de los operadores de la máquina que llega a destruir el jardín.
Si la primera película de Mendonça Filho apelaba a las claves del cine fantástico, y la segunda al retrato intimista, casi agónico, de una mujer tan terca en la defensa de su espacio como la Jo Van Fleet de “Río salvaje”, de Kazan, ahora, en colaboración con Dornelles, Mendonça se lanza a la parábola social, a la alusión política, al guiño cinéfilo, al alegato contra Bolsonaro, al homenaje a los cineastas brasileños –de Lima Barreto a Glauber Rocha- que recrearon la mitología violenta y combatiente de los guerreros del sertón. Porque aquí se enfrentan Dios y el diablo en la tierra del sol.
Pero hay un problema. Lo que “Bacurau” gana en espectacularidad y amplitud visual, lo pierde en matices.
En tiempo de escepticismo y de políticos grotescos, como los que mandan en el Brasil de hoy, pero también de crisis de los relatos épicos, Mendonça y Dornelles saben que ya no se puede repetir el libreto ni calcar la iconografía del sertón del Cinema Novo, por lo que apelan a su recreación perversa, exagerada, con toques “gore”, en el estilo del western europeo que se apropió de las figuras del los “outlaw” latinoamericanos. Más que a Django o a Sartana, el guerrero degollador de “Bacurau” se acerca al Tomas Milian de “O cangaceiro”, en la versión itálica que dirigió Giovanni Fago.
Pero ese costado aventurero, que se agradece por ser lo más estimulante de la película, queda sofocado por la obviedad de la parábola, por las líneas gruesas con las que están diseñados tanto los mercenarios yanquis -con la excepción de Udo Kier, un antihéroe crepuscular- como el ridículo político que visita esa población que no ocupa espacio en el mapa, acaso porque no pagó la tarifa de inclusión.
Ricardo Bedoya