La guatemalteca “Nuestras madres”, de César Díaz, tiene varios puntos en común con NN, de Héctor Gálvez. El personaje principal es un antropólogo forense que busca los restos de personas desaparecidas en un conflicto armado interno que ocurrió treinta años atrás. Rastrea los despojos de los campesinos que fueron víctimas de la violencia, pero también pretende encontrar los restos de su padre, muerto en el conflicto.

En el trascurso de su pesquisa enfrenta los dilemas éticos que contrastan el deber profesional con el interés personal; el discurso oficial con el duelo íntimo. Las alternativas son asimilarse a los propósitos burocráticos de ir extinguiendo la memoria de los deudos, o persistir en el empeño de restituir los restos para culminar el proceso de duelo de los parientes.

La puesta en escena encarna esas tensiones en espacios acotados. Mientras los funcionarios insisten en buscar en el área del cementerio municipal, el protagonista prefiere seguir los indicios que señalan la existencia de fosas en un lugar vecino, de propiedad privada. Los segmentos más interesantes de la película son los que muestran a Ernesto desafiando el tabú, forzando los espacios, desacatando el mandato de no buscar en otro lugar. La memoria es persistente y desafía la amnistía de facto que favorece a los victimarios de antaño, impunes hasta hoy. Pero encuentra barreras. Choca con ese espacio feraz que ha sido puesto en posesión de terceros y custodiado por guardianes de origen indígena, como las víctimas que yacen ahí, pero que no reconocen la lealtad hacia los orígenes. Todo se consigue con dádivas y siguiendo las reglas no escritas del mercado. Hasta las posibilidades de cerrar el luto y reparar el pasado están comandadas por las leyes de la privatización. Hasta la memoria ha sido transada.