Luis Ospina (1949-2019).

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Ha muerto el cineasta colombiano Luis Ospina, un nombre clave del cine latinoamericano actual.  

Este artículo condensa una apreciación sobre Todo comenzó por el fin, dirigida por Luis Ospina. El texto está tomado de una investigación sobre el cine latinoamericano del presente siglo que desarrollo para el Instituto de Investigación Científica de la Universidad de Lima.  

 

El cine hilvana recuerdos y construye subjetividades. Todo comenzó por el fin (2015), del colombiano Luis Ospina, traza un autorretrato íntimo que pretende ser también el amplio fresco de una generación de destino contrastado: la de los amigos que, en la ciudad de Cali de los años setenta del siglo pasado, intentaron vivir como lo demandaban el tiempo y la historia.

En el inicio de la película, Ospina se muestra en la cama de un hospital, conectado a máquinas y escáneres, entre una maraña de tubos que penetran en su cuerpo. Es una representación del quebranto orgánico, a la que se añade una cuota de horror. El deterioro físico del cineasta, la presencia de la enfermedad y la irreversibilidad del envejecimiento se muestran de modo hiperrealista. El ánimo del realizador está golpeado por un posible diagnóstico oncológico.

Esos pasajes recuerdan algunos contenidos en Le filmeur (2005), del francés Alain Cavalier, que se aboca al registro del deterioro del propio cuerpo como una experiencia compartible. El apunte del diario íntimo se hace público. Si Cavalier muestra la lesión cancerosa sobre su rostro, Ospina lo hace con las circunstancias de su internamiento clínico, ajeno a cualquier acento narcisista o intención de crear expectativas mórbidas. Acaso, sí, salpica las imágenes con una suerte de impudor extremo –como el de Nanni Moretti insertando fragmentos de las filmaciones de su quimioterapia en Medici, el tercer episodio o “apunte” de Caro diario (1993)- y con el ánimo contrastado de quién se enfrenta a la posibilidad de su desaparición. Es el documentalista cuya presencia como “autor/narrador suele funcionar como garante de la mostración, es decir, como médium o intermediario de los ‘hechos del mundo’ ante el espectador.” (Carrera y Talens, 2018, p, 149)

La exhibición de ese cuerpo magullado podría entenderse como un ejercicio de extimidad, una puesta en evidencia de lo privado, pero las imágenes nos llevan a lo sustancial: estamos ante una película que reflexiona sobre el transcurso de los años y sobre las marcas que dejan en el cuerpo y en las cosas. El autorretrato no se exime de mostrar la descomposición actual, sobre todo si ella contrasta con el tiempo mítico de la memoria de la juventud. Y más aún si en esa juventud ya estaban sembrados los gérmenes de la disolución.

La imagen inicial de su fragilidad conduce a Ospina a buscar la opinión (acaso el apoyo, el aliento o el amor) de los otros, esos amigos de antaño que se reúnen para convocar los recuerdos de una Cali cinéfila que ya no existe –la que veía con entusiasmo la aparición de la revista Ojo al cine-, o que ya no es la misma desde hace varias décadas. La memoria se convierte en refugio para las desventuras del cuerpo. La experiencia del dolor gatilla la memoria personal y aquella que lo vincula con los amigos. El cine se convierte en una fantasía terapéutica.

Ninguna auto-representación fílmica se limita a establecer un dialogo con la identidad del enunciador; más bien, interroga a los más próximos y a sus entornos. Aparecen los datos ciertos y comprobables, los nombres y las fechas, los incidentes y las historias filtradas por la mirada del auto-representado. Esas informaciones se contrastan con los límites e incertidumbres de una memoria personal que no se erige en instancia todopoderosa. El deseo del conocimiento propio se sustenta en un sinfín de inseguridades.

El documental, tan dotado para registrar el efecto corrosivo del paso de los años, parte en reversa para alcanzar la época de las utopías. El animal herido se convierte, de pronto, en un cuerpo enérgico, deseoso de recordar y dotado para todas las aventuras creativas. Del viejo dossier de las memorias se extraen fotos, recortes periodísticos, filmaciones en súper 8 milímetros y documentación variada, que incluye el registro de las películas amateurs filmadas por los amigos. Al trazar su autorretrato, Ospina fusiona sus rasgos personales con los de Andrés Caicedo, Carlos Mayolo, Ramiro Arbeláez, Patricia Restrepo, los compañeros del Grupo de Cali de los años setenta, el llamado “Caliwood”: el retrato se vuelve colectivo. El rostro y el cuerpo del “yo” es también el de los otros.

En esa confluencia de rasgos, Ospina contrasta su vivencia de la muerte con la vocación autodestructiva de muchos miembros de su generación, arrastrados por el culto de la vida intensa, la salsa brava, Johnny Pacheco, los Rolling Stones, las drogas y la tentación del suicidio. Y la película se convierte en memoria de los que se fueron y en un encuentro de los supervivientes. La evocación de la ausencia de los líderes generacionales se realiza desde la afirmación del oficio de vivir, para decirlo a la manera de Cesare Pavese. En el cotejo con los ausentes, se esbozan sentimientos contradictorios: la afirmación de vivir y seguir activo en contraste con algún sentimiento de culpa, acaso vinculado con la incapacidad de los compañeros de entonces de haber prolongado los ideales de los años intensos. La impotencia ante las servidumbres corporales es como un correlato –o una expresión material- de esa melancolía.

Para trazar un itinerario biográfico, Ospina ya no recurre a las técnicas del falso documental, como en Un tigre de papel (2008), ni apela a la documentación sobre el amigo muerto a los veinticinco años de edad, como en Andrés Caicedo; unos pocos buenos amigos (1986). Lo hace dirigiendo el objetivo de la cámara sobre sí mismo. En ese gesto sintetiza su voluntad ensayística, la misma que animó su evocación de Caicedo. Ospina convierte las imágenes íntimas, las viejas películas que filmó en los años setenta, y los recuerdos de vida, en documentos de archivo, en metraje presto a ser reinterpretado. De ahí que la película sea también un ensayo sobre los reductos de la contracultura juvenil caleña durante los años setenta del siglo pasado.

Es decir, que cada vez que se rememora algo, se está revisando de nuevo la memoria y los recuerdos aparecen bajo una nueva perspectiva: son igualmente vivencias desplazadas de aquella relación inmediata con la realidad que en algún momento mantuvieron.[…] El cineasta ensayista no comenta, sin embargo, los recuerdos, propios o ajenos, con los que trabaja, sino que piensa a través de ellos, con ellos; los recompone para construir el hilo de una reflexión que es como un acto de habla prolongado y, fundamentalmente inacabado, no porque la película no tenga fin, sino porque cada imagen es en sí misma una ruina, un resto de lo que fue cuando era representación directa de la realidad […] (Català, 2014, pp. 339-340)

Otro rasgo introspectivo. Al mostrar su cuerpo frágil, Ospina realiza una evocación de sus propios gustos cinematográficos y de los inicios de su carrera como cineasta. En una entrevista con la revista “Sight and Sound”,  el realizador reconoció la influencia que tuvo para su generación un título como La noche de los muertos vivientes (Night of the Living Dead, 1968), de George A. Romero. Generación que descubre también Martin (1978), otra película de Romero, así como los primeros filmes de David Cronenberg, con el horror surgiendo del interior del cuerpo humano y de las trasformaciones orgánicas que provocan neoplasias. El terror mezclado con la política y la mirada crítica hacia el poder, o hacia todos los poderes. En una de las primeras películas de Ospina, Pura sangre (1982), las disfunciones corporales articulaban la fantasía del horror y la desconfianza hacia las jerarquías sociales y el sistema. Todo comenzó por el fin le da la posibilidad de detectar la fuente del horror en su propio cuerpo, que reacciona activando la memoria de una época. Lo que nos da pie para una lectura posible: Ospina rinde tributo al admirado Cronenberg ya no por las vías de la ficción, sino por las del retrato personal.

Ricardo Bedoya

Carrera, P. y Talens, J. (2018). El relato documental. Madrid: Cátedra.

Català, J.M. (2014). Estética del ensayo. La forma ensayo, de Montaigne a Godard. Valencia: Universitat de València.

 

 

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