Películas para ver durante el confinamiento: Más allá de la gloria, de Samuel Fuller

Mark Hamill, Lee Marvin, Bobby Di Cicco, and Kelly Ward in The Big Red One (1980)

 

Una gran película de Samuel Fuller, “Más allá de la gloria”, se puede ver en Netflix.

De África a Checoslovaquia, pasando por Francia, Bélgica e Italia. “Más allá de la gloria” (“The Big Red One”, 1980), de Samuel Fuller, como buena película de un curtido reportero gráfico, traza la crónica extensiva de una experiencia bélica, durante la Segunda Guerra Mundial, compartida por cuatro jóvenes soldados, Griff (Mark Hamill), Zab (Robert Carradine), Vinci (Bobby diCicco) y Johnson (Kelly Ward), y el sargento al comando (Lee Marvin). Todos miembros de la primera división de infantería de los Estados Unidos, conocida como The Big Red One.

La crónica está impregnada de elementos autobiográficos. El proyecto de filmar estas memorias guerreras se remonta a 1957, pero no se pudo realizar entonces. Fuller concibió esta película como una síntesis de lo narrado y representado en títulos como “El casco de acero”, “Bayoneta calada”, “Proa al infierno”, “Las puertas rojas”, “Verboten” y “Los invasores”, sus otras películas de guerra. El equilibrio entre la acción y el recuerdo, la historia y la memoria, el cotejo de las dimensiones de lo colectivo y lo individual, y la amplitud de las incidencias históricas vividas por los soldados, en cuyos temores e inseguridades se reconoce el realizador, son características en la obra de Fuller.  Reaparecen en “Más allá de la gloria”, que proyecta la identificación del realizador en el personaje que encarna al cineasta en guerrero: el soldado Zab, con su inseparable puro y sus aficiones literarias.

William Faulkner decía que la sustancia de la memoria se encuentra en la vista, el olfato, los músculos con los que escuchamos y sentimos, y no tanto en el pensamiento. Fuller suscribe el aserto. Aquí, la memoria no se complace en la nostalgia por los viejos buenos tiempos de la vida con los camaradas, ni se detiene en la idealización de la valentía de los comandos. Ni siquiera se preocupa en reflexionar sobre los intereses en litigio, ni sobre el resultado final de las batallas. El recuerdo se encarna en las acciones y la concreción de los hechos, en su dinamismo, en su peso específico, en su presencia material. La memoria de la violencia del combate en la playa de Normandía se resume en la imagen de los maxilares tensos de Griff o en la materialidad del polvo que oscurece la visibilidad mientras los tanques nazis avanzan sobre los cascos del grupo que se protege en los hoyos cavados en la tierra. La evocación de algún momento de tranquilidad y relajo aparece como una suma de voces, ruidos, trajines y algarabía durante el almuerzo preparado por las mujeres sicilianas. Y los recuerdos del horror y la piedad  se fijan en las texturas de las frutas que son el último alimento del niño de Falkenau.

El recuerdo del esfuerzo en la costa normanda se condensa en la vivencia del instante y la experiencia de lo individual: un soldado cae muerto antes de llegar a la playa; de su cuerpo sólo entrevemos el reloj de pulsera que lleva. Marca la hora del desembarco. Luego, un soldado penetra en el campo enemigo; es alcanzado por una bala y cae. El sargento ordena el avance de un segundo soldado, que también es herido. Lo mismo ocurre con un tercero y un cuarto, y así hasta el octavo, que es Griff, quien controla el miedo y logra el objetivo. Fuller, entonces, encuadra otra vez la mano del soldado muerto en el desembarco. El agua ahora está teñida por la sangre. Las manecillas de su reloj han seguido moviéndose, marcando los minutos trascurridos. La memoria jamás es intemporal. El drama de los jóvenes comandos cobra sentido en la intensidad del paso del tiempo y el impacto de la sensación física del dolor. La exacerbación de lo sensorial es la base de su aprendizaje.

Es casi un lugar común anotar la proximidad de Fuller con los proscritos, los perseguidos por la justicia, las prostitutas, los desclasados, los que viven en constante riesgo, los insumisos, los soldados de trinchera que son carne de cañón. Todos esos personajes activan el compromiso emocional del realizador. Gente que está a la intemperie y pasa aprietos o que espera un golpe violento debido a su imposibilidad de asimilar las convenciones básicas de la vida social. Si se dispara al enemigo en el pecho, un soldado puede convertirse en héroe; si lo hace por la espalda, en un traidor. Si se mata durante la guerra, el acto se considera legítimo; luego de ella, el mismo acto se juzga como homicidio. Los personajes de Fuller enfrentan esas distinciones convencionales en posesión de sus reflejos instintivos. Los infantes de “Más allá de la gloria” no aprenden a vencer, y en consecuencia al derrotar, sino a resistir, a agazaparse a tiempo, a disparar antes que el enemigo; en una palabra, a sobrevivir.

“Avanzar es poner un pie delante del otro “, dice Merril, el personaje de “Los invasores”. “ En la guerra no se asesina, se mata”, dice el sargento de “Más allá de la gloria”. Son preceptos que insinúan una ética primaria que se disimula con la bárbara supeditación a las leyes de la selección natural. La guerra no se ve aquí desde el punto de vista del observador objetivo que grafica los avances bélicos, haciendo el balance de las bajas y el conteo de los efectivos vivos. Es observada, más bien, desde la perspectiva del soldado, a ras de tierra, con la veracidad física del miedo. Por eso, el encuadre recorta los espacios, nunca descubre la amplitud del campo de batalla ni ofrece planos de conjunto. Los comandos están aislados de su entorno y el área que abarca su mirada coincide con el campo de mira del fusil. La cámara prefiere ubicarse en la profundidad de una cueva o en la estrechez de un tanque. Fuller ejercita el expresionismo de los encuadres cortos, que potencian la cercanía de las luchas cuerpo a cuerpo, y de las angulaciones acentuadas, como los contrapicados, o esas composiciones visuales de líneas oblicuas que exacerban la ostentación de violencia con la que los personajes disimulan su verdadera fragilidad.

La figura de Griff en la fachada del campo de concentración es casi la imagen simbólica de la orfandad que padecen todos los miembros del escuadrón. (1)

Cortados de sus raíces, embarcados hacia Europa, obligados a matar, los jóvenes combatientes se sienten arrojados en medio de un caos primitivo donde la única reacción permisible es descargar la cacerina sobre el blanco. La indignación moral que le produce al soldado la visión de los hornos crematorios en el campo de exterminio es desahogada mediante una fría e interminable descarga de fuego sobre el nazi escondido: reflejo inducido por la guerra.

El mejor momento de la película es esa serena y prolongada secuencia en la que un niño moribundo es recogido por el sargento, que lo protege hasta su muerte. Lirismo, distancia y emoción.

Ricardo Bedoya

  1. El tema de la orfandad en la obra de Fuller es desarrollado por Nicholas Garnham en su libro Samuel Fuller (Martin Secker & Warburg Ltd. Londres, 1971)

 

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