Federico García Hurtado (1937-2020)

Transcinema 2016: Kuntur Wachana (Donde nacen los cóndores) | Páginas del  diario de Satán

Ha muerto Federico García Hurtado, uno de los cineastas más importantes del cine peruano que aparece impulsado por el Decreto Ley No. 19327, dictado en 1972 por el gobierno militar. Lo recordaremos sobre todo por películas como Kuntur Wachana. Donde nacen los cóndores y El caso Huayanay: testimonio de parte. También por las películas del último período de su carrera: los documentales Los danzantes de la montaña sagrada  (2002) -una de sus mejores películas-, que  ilustra la práctica  de  la danza  de  las tijeras  y discurre  por  el imaginario  indigenista  y neomesiánico que  marcó  la visión del realizador desde  sus películas  iniciales, y Alfredo Torero: cuatro estaciones de un hombre total (2011).

El texto que sigue condensa y modifica ligeramente lo que publiqué sobre sus primeras películas en el libro 100 años de cine en el Perú. Una historia crítica (1992).

La presencia del mundo andino se incorporó a nuestro cine en el Cusco, desde mediados de los años 50, con las películas realizadas por Manuel Chambi, Luis Figueroa, Eulogio Nishiyama, el huancaíno César Villanueva, entre otros. La llamada Escuela del Cusco se propuso mostrar rostros, paisajes y facetas de una realidad presente en todos los campos de la expresión cultural del país, pero ajena hasta entonces al cine. El hombre andino, sujeto de la narrativa y de la plástica desde comienzos del siglo, no había sido protagonista del medio fílmico, orientado más bien a prolongar esquemas y géneros de otras cinematografías o a desarrollar variantes del populismo urbano […]

En los años setenta, la puesta en escena del universo campesino se llevó a cabo por vías distintas. El parti pris ideológico y la voluntad de adaptar novelas clásicas de la literatura peruana ambientadas en aquel medio (como Los perros hambrientos, de Luis Figueroa), fueron las rutas de acceso.

Fue Federico García Hurtado (Cusco, 1937-2020), el realizador que encarnó a cabalidad la primera forma de acercamiento. Su vinculación con el cine fue resultado de su labor como funcionario estatal en la época de la llamada “primera fase” (1968-1975) del gobierno militar del General Juan Velasco Alvarado. García trabajó en la oficina de relaciones publicitarias del Ministerio de Energía y Minas, dirigido entonces por el general Jorge Fernández Maldonado, caracterizado por pertenecer a la tendencia reformista más radical del gobierno, y luego en el Sistema Nacional de Movilización Social (SINAMOS), donde organizó la actividad cinematográfica. En ambas dependencias realizó documentales que buscaban informar sobre las obras públicas emprendidas por el régimen, pero también efectuar una labor de activismo y promoción de las reformas, como la de la propiedad de la tierra, que se erguía como una de las principales.

La propuesta de las películas de SINAMOS fue decididamente proselitista. Intentaba demostrar la continuidad histórica existente entre los reclamos y las luchas campesinas contra gamonales y terratenientes y la reforma agraria dictada por el gobierno militar en junio de 1969. Desde esa perspectiva, el hecho político de la promulgación de la ley de reforma de la propiedad de la tierra apareció como la culminación de un largo transito de movilizaciones campesinas y el inicio de una fase caracterizada por la liberación de expectativas y peculiaridades solidarias y comunitarias del trabajo agrícola, gérmenes del modelo de la futura organización social peruana prevista por los gobernantes. “El patrón no comerá más de tu pobreza”, era el lema que resumía no sólo largos años de lucha por la tierra, sino también el ánimo reivindicativo que legitimaba la medida política.

El primer largo de Federico García, Kuntur Wachana (1977), empezó a gestarse en la etapa final del período de gobierno del general Velasco.

Kuntur Wachana se plantea ya en la época del declive. Cuando nosotros habíamos perdido totalmente la manija de la situación, cuando existía un proyecto totalmente opuesto al nuestro que era hegemónico todavía en la época de Velasco“, declaró García en entrevista publicada por la revista Hablemos de cine No. 75, mayo de 1982.

Esta etapa de pérdida de control se refiere a las postrimerías de la “primera fase”, cuando la escena política fue dominada por sectores conserva­dores de la Fuerzas Armadas, que se harían cargo de la conducción posterior del gobierno en la llamada “segunda fase de la Revolución Peruana”, presidida, desde 1975, por el general Francisco Morales Bermúdez. Fue el período que puso fin al discurso de acendrado nacionalismo del régimen militar que abandonó el poder en 1980.

El proyecto de García llegó tarde para ser asumido como propio por los sectores radicales de SINAMOS, pero aun así recibió algún tipo de financiación, que luego se completó con la intervención de la Cooperativa de Producción Agraria José Zúñiga Letona de Huarán, en el Cusco.

Estrenada en 1977, Kuntur Wachana apareció como el resumen – y también la liquidación- de la experiencia de los radicales de la primera fase de ese gobierno, que fueron los que animaron el proyecto -“nuestro proyecto”, al decir de García- más socializante de entre los permitidos por la ortodoxia del régimen.

Los motivos de la película proclamaban su adhesión a un clausurado momento de efervescencia reformista. Kuntur Wachana culmi­naba, de modo triunfal, con el advenimiento de la reforma agraria, justificada en su necesidad histórica por las dilatadas luchas de los comuneros cusqueños, que concluyeron con el asesinato de dos de sus líderes, Mariano Quispe, hacia 1962, y José Zúñiga Letona, en 1969.

La historia de esa lucha olvidada o menospreciada durante años era utilizada por García de modo instrumental y didáctico. La revisión histórica fue la perspectiva desde la que se abordó el mundo andino en Kuntur Wachana. La historia vista como el desarrollo ejemplar hacia la reforma de la propiedad de la tierra a la que el cineasta adhería con escasas reservas.

Como resultado de su peculiar modo de producción cooperativo, García asignó los roles centrales de la película a los propios comuneros. La propuesta estimulaba el trabajo colectivo de elaboración de una dramaturgia diseñada desde el punto de vista de sus actores principales: dramatizar la historia de la comunidad, representada por aquellos que la vivieron, la padecieron, o los hijos o los nietos de ellos. Y ese aspecto de drama documental sustentado en datos y sucesos ocurridos apenas unos años antes, aparecía, a primera vista, como el sesgo más atractivo y apasionante de la película.

Sin embargo, el tratamiento cinematográfico se encarrilaba por las vías representativas tradicionales, dejando escaso margen a la espontaneidad, al alea, a las incertidumbres y titubeos de un grupo humano que era filmado recordando hechos pasados, pero frescos aún, de su vida y la de sus antepasados.

Así, por ejemplo, los personajes aparecían divididos en dos bandos netos. Por un lado, los gamonales, encamados en tipos humanos sin matices; por el otro, la masa de campesinos para la que se reservaba el protagonismo colectivo. La elemental dramaturgia de opuestos en conflicto, de lucha encarnizada en el campo, recogía la influencia del cine militante de “recuperación de la memoria popular”, practicado por Jorge Sanjinés en Bolivia, pero sin su estilización épica. La banda sonora de la cinta, saturada de los acordes de la cantata de Celso Garrido Lecca, resumía los acentos asertivos y categóricos propuestos por la película.

De pronto se desencadenaban los arrestos líricos. La simbología cosmogónica de la revuelta campesina (el retomo de los cóndores; el torrente que arrasa los campos como si se tratase de la marcha ineluctable del campesinado hacia la reivindicación de la tierra) se formalizaba apelando a la iconografía del cine soviético. La impronta de Dovjenko aparecía en esos contrapicados que mostraban los paisajes naturales acogiendo a los luchadores sociales muertos, o los que mostraban al líder campesino Saturnino Huillca reflexionando sobre el sentido de la lucha. Las retamas, la flora andina ondeada por la brisa, la transparente atmósfera, las nítidas y bien formadas nubes, los ríos y, en torno de esos elementos naturales, o sobre ellos, el cadáver del líder, la acritud del gesto, la descomposición de un orden tradicional, la ruptura con lo viejo, la promesa de violencias futuras.

Lo documental y lo espectacular también encontraban cabida en el eclecticismo formal de la cinta, que podía abrirse al registro de una cámara movediza e involucrada en las acciones o fijarse para contemplar en dilatados encuadres el paisaje andino a la manera de un western de alturas. Kuntur Wachana aparecía como la ilustración de una anécdota ejemplar, exponiendo con nitidez los postulados ideológicos y dramatúrgicos que presidieron su realización.

El caso Huayanay: testimonio de parte (1981) apeló también a la historia reciente pero, a diferencia de Kuntur Wachana, no pretendía demostrar el carácter progresivo de una reforma social conquistada por las exigencias campesinas. Expuso, más bien, los efectos desestabilizadores para la justicia formal provocados por el linchamiento de un abigeo a manos de la comunidad de Huayanay.

A Matías Escobar – tal era el nombre de la víctima- se le imputaban múltiples atropellos cometidos por instigación de gamonales y propietarios de tierras de la zona. Su “ajusticiamiento”, ocurrido años antes del rodaje del filme, desató en la opinión pública peruana el debate acerca de las escasas posibilidades del derecho tradicional – reglamentario, ritual, etnocéntrico, impermeable a la diversidad cultural- para encontrar legitimidad y ser verdaderamente eficaz en una sociedad desarticu­lada, de múltiples culturas, como la peruana […] .

La índole de la propuesta documental perceptible en Kuntur Wachana, informaba El caso Huayanay: el rodaje se efectuó en la comunidad donde ocurrieron los hechos; actores eran los propios campesinos; el lenguaje objetivo, directo y expositivo que se adoptaba para dar cuenta de los hechos colectivos del trabajo y de la vida rurales buscaba acentuar la impresión de autenticidad de las situaciones y los personajes mostrados.

Y a pesar de todos esos “insumos” constatables, verosímiles, García desplegaba una visión marcadamente subjetiva – la condición testimonial de parte proclamada por el título- de los sucesos narrados, afirmando la solidaridad con la acción de la comunidad.

Una solidaridad expresada con escasa consistencia. Por momentos tenue hasta la vacuidad y en otros cargada hasta el melodrama, la oposición dramática de la película se organizaba en torno al conflicto entre Matías Escobar, hijo de campesinos, suerte de torvo gamonal, agresivo y corrupto, de comportamiento brutal inducido por los patrones, y una comunidad que soportaba, pasiva, sus abusos. La situación debía tensarse hasta desembocar en la explosión y el “ajusticiamiento” a manos de los campesinos, pero en el trayecto se dejaban sueltos varios estereotipos.

García eligió a un actor profesional para encarnar a Escobar, el abusivo desclasado, rompiendo la homogeneidad representativa y contradiciendo el afán de autenticidad buscado […] Ahí donde se hubiera requerido a un Matías vulnerable, incierto en su identidad, dispuesto a sentirse superior a los campesinos en razón de su conocimiento de las reglas de juego de los patrones, pero íntimamente convencido de su desamparo, sólo encontrábamos una rústica construcción del personaje.

En el otro lado, los campesinos eran masa, amasijo pletórico de razones superiores, protagonistas colectivos de una hagiografía laica.

La oposición entre uno y otros alcanzaba el mayor grado de intensidad en la exposición de un acto criminal que García cargó de un valor dramático especial. Matías Escobar agredía a una niña campesina, distraída en su labor de pastoreo. El tratamiento de esta secuencia conducía a demostrar cuán impío y salaz era ese descastado y cuán inerme estaba la comunidad – representada en la inocente despreocupación de la pastorcita – siempre a merced del villano. Los espectadores, colmados de indignación moral y repudio por la sevicia, quedaba listos para admitir la más severa sanción para el responsable. Matías era culpable y, por ende, pasible de pena.

Teniendo en cuenta que la película trataba de un asunto que años antes había sido objeto de amplia difusión periodística, la acción que acabó con la vida de Escobar era un dato conocido por los espectadores. García podía entonces dispensarse de trabajar el suspenso. Conocido lo que pasó, restaba presentar, con el prurito del realismo que presidía cada una de las secuencias del film, el cómo ocurrió. Sin embargo, llegado el momento, se eludía la presentación de la ejecución: la muerte a puntapiés de Matías Escobar, sugerida por el relato, se resolvía en una elipsis seca y cortante.

La supresión en el montaje final de la violenta situación -que según declaración del realizador fue filmada en primeros planos- no se debió a razones motivadas por el pudor o por algún tipo de autocontrol. Nada de eso. El rigor macabro del hecho se consideró inadmisible como remate de una propuesta que buscaba justificar la conducta “criminal” de una colectividad, efecto de una convicción imperativa de “justicia” informal.

El temor a que el contenido objetivo de esas imágenes duras y rotundas pudiera alienar la adhesión del espectador hacia el grupo humano presionado a tomar una bárbara decisión de justicia, decidió a García a optar por su omisión […]. La única violencia compatible con el discurso ideológico, parecía postular la película, es aquella masiva, poética e impersonal, heroica y romántica, ejercida por el campesinado en “marcha indetenible hacia su liberación” – simbolizada en el mito del Wamani o la leyenda de los cóndores-; jamás la cotidiana y penosa, humana, directa y estremecedora que opone un grupo amenazado: el de aquellos campesinos enfrentados a los maltratos y humillaciones de todos los días […]

Una interesante recopilación de documentos, titulares periodísticos y posturas contradictorias de la opinión pública en torno al caso cerraba el “segmento de ficción” de la película. A la manera del documental cubano, la tensión de la información y el poder revulsivo del primer plano, inserto como en el titular periodístico de impacto, resumían la acritud del debate provocado por la causa judicial seguida contra los campesinos.

Una coda documental nos ubicaba frente a un niño, alumno de un colegio andino, obligado a repetir, por una maestra insistente, conocimientos oficiales pero ajenos a las vivencias inmediatas de ese entorno marginado y abandonado por el país formal y costeño desde donde se imparte la justicia y se diseña la educación. Esa secuencia resumía mejor que todas las precedentes la magnitud del desajuste y la incomunicación cultural entre dos naciones al interior del mismo país. El fragmento era la disección de la realidad provinciana ofrecida como el resultado del desamparo impuesto por un persistente y negligente colonialismo interno […]

El aporte de Federico García es el haber incorporado al cine peruano, como asunto de discusión, el conflicto social y humano que agita a los Andes, así como una peculiar visión simbólica del paisaje.

El escenario natural, el inmenso paisaje andino, no es, en sus películas, un factor de tensión dramática ni ocasión para un conflicto cualquiera. Los personajes de Kuntur Wachana, El caso Huayanay o Laulico viven reconciliados con su medio natural. Ni sequías, ni tormentas, son factores que impulsen la fuerza o la rebelión colectivas. Por el contrario, las secuencias que adquieren mayor dignidad y capacidad de persuasión e incluso belleza son aquellas en las que apreciamos la solidaridad comunal ante el trabajo y la celebración, o en las que el nido de los cóndores y la marcha tormentosa del río, reconciliados con la voluntad de los habitantes del campo, se convierten en expresión de su destino de lucha.

El imaginario percibido en las situaciones de sus películas está confor­mado por un conjunto de figuras naturales que concentran fuerzas positivas. La liberación del Wamani -restableciendo el orden natural que existió en estas tierras antes de la llegada de los españoles-, prisionero en la hacienda de Fuerabamba, es el impulso para la acción de Laulico. Y es en el centro mismo del nido de los cóndores que Saturnino Huillca, en Kuntur Wachana, transmite experiencias y conocimientos a aquel que será el líder de su comunidad.

La verdadera acción campesina y la demostración de su fuerza colectiva, se produce, entonces, como reacción ante un estado, injusto y transitorio, de dominación humana. Situación reversible, pasajera. Las películas de García señalan que más allá del dominio de los terratenientes y gamonales, más allá de la fuerza de la metrópolis colonizadora, más allá de los manejos e intereses del imperialismo, siempre estarán actuando determinadas potencias y fuerzas inmutables. El Wamani, la montaña, el río, la cohesión de clase, la energía liberadora son los centros de cualquier acción y los puntos magnéticos en torno de los cuales la historia parece girar […]

Ricardo Bedoya

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