Recordando a Óscar Catacora: Wiñaypacha

La maestría de “Wiñaypacha” para el cine peruano
Wiñaypacha

Recordemos a Óscar Catacora (1987-2021) como se debe recordar a un cineasta: pensando en su película y viéndola. Aquí va una síntesis de lo que escribí sobre ella en su momento.

Wiñaypacha (2017), de Óscar Catacora (El sendero del chulo, 2007), marca, qué duda cabe, una fecha en el cine peruano.

En primer lugar, por su fuerza expresiva. En segundo, por marcar un paso singular en el panorama de los llamados “cines regionales”. En tercer lugar, por mantener un diálogo significativo con la tradición del cine peruano de referente andino. Y por dar forma a un tratamiento sustentado en la más exigente modernidad cinematográfica.

Dos ancianos esperan. Willka (Vicente Catacora) y Phaxsi (Rosa Nina), son aimaras y viven en el Altiplano. Sus vidas suman rutinas: las del pastoreo, las del proveerse de alimentos, las del reconocimiento a los apus. Pero, sobre todo, esperan ver el regreso del hijo que partió con destino a la lejana ciudad.

La cámara los registra a ellos y a su entorno. El encuadre es estable, muestra los quehaceres cotidianos de la pareja y tiende a ser abarcador, ubicando al paisaje como fondo del campo visual. La composición de las imágenes se ciñe a las acciones y movimientos mínimos de los personajes. Esa austeridad formal impone una mirada distanciada hacia ellos, pero a la vez propicia a la identificación con su soledad y desamparo. Nos implica en su expectación por el destino del hijo lejano.

La banda sonora no solo se registra los diálogos en aimara. Son potentes y nítidos los ruidos de la naturaleza, de carácter diegético. Crean un paisaje sonoro que da cuenta de un entorno agreste, pero también de una suerte de tiempo suspendido que va marcando el trascurso acompasado de hechos siempre iguales a sí mismos. 

Es un espacio y una temporalidad que se asimila a la línea de un cine geopoético, como también Hamaca paraguaya, de Paz Encina, fundado en el acto de “despojar a la película de los imperativos narrativos y representativos que movilizan la atención del espectador relegando el espacio al último plano de la representación (…) lo que constituye una ruptura con las estrategias del cine de ficción de inspiración clásica, en el que el espacio es considerado como el ‘lugar’ de una acción (…)” (Gaudin, 2015, p. 29).

Al reducir los incidentes, adelgazando la trama, Wiñaypacha privilegia espacios que no solo ambientan las acciones. Por el contrario, adquieren protagonismo por su potencia visual y sonora. El paisaje del Altiplano se convierte en un espacio afectivo, y su quietud adquiere una importancia dramática.  La resonancia de los ruidos naturales y del trabajo en ese espacio amplio aportan una capacidad de sugestión sobre todo aquello que está más allá del campo visual: el hijo ausente, los animales amenazantes, el fuego que hace falta, la ciudad lejana, y el país y sus instituciones, no solo distantes, sino también indiferentes.

“Es un espacio natural que no se sujeta a una causa ficcional externa a sí mismo y que propone una relación nueva con el espectador, mucho más áspera y primordial”. (Gaudin, 2015, p. 29). Áspera y táctil, porque Wiñaypacha propone una suerte de experiencia inmersiva, reforzando la sensorialidad de lo que vemos y oímos.

Por otro lado, la película se aleja de la tradición del cine indigenista peruano, sobre todo aquel volcado a la celebración pictoricista del paisaje y de sus habitantes. Sin embargo, esa distancia no implica una ruptura. Wiñaypacha retoma la iconografía rural de antaño para intentar una propuesta distinta, que fusiona un tratamiento posnarrativo con la experiencia de una temporalidad dilatada que se convierte en el insumo principal de la imagen-sensación.

Ricardo Bedoya

Referencia:

Gaudin, Antoine (2015). L’espace cinématografique. París: Armand Colin.

Agregue un comentario

Su dirección de correo no se hará público. Los campos requeridos están marcados *

*
*
Website