Prehistoria y destino del selfie

En 1336, en los últimos años de una cultura que eludía rigurosamente la representación de la naturaleza y del cuerpo; en que no existían los retratos ni se leían las firmas de los artistas sobre las tablas pintadas o las catedrales; en que el hijo del Rey habría de ser rey, el hijo del zapatero zapatero y el del labriego otro labriego; Francesco Petrarca ascendió al monte Ventoux, al sur de Francia, sin otro propósito que “contemplar un lugar célebre por su altitud”. Habiendo alcanzado la cima, cuenta a su padre en una carta, abrió al azar las Confesiones de San Agustín dando con estas palabras: “van los hombres a admirar las cumbres de las montañas, los cauces de los ríos, la inmensidad del océano, la órbita de las estrellas y se olvidan de sí mismos”. El poeta pasó de avistar el vasto paisaje a sus pies a evocar su juventud en la lejana Italia. En el curso de su asombro la amplitud geográfica se convirtió en pensamiento biográfico.

Años después, los hermanos Limbourg en las ilustraciones de Las muy ricas horas del Duque de Berry (1410) y Jan Van Eyck en su estremecedoramente minuciosa Los Arnolfini (1434), reproducen no solo los objetos que los ojos perciben, sino también los ángulos e interposiciones que delatan la posición del que observa. Una creciente conciencia de la subjetividad en el espacio explayada en el Discurso sobre la dignidad del hombre (1492), donde Giovanni Pico della Mirandola habla del humano como «vocero de todas las criaturas» y «cópula del mundo». En 1498 Alberto Durero hace su más famoso autorretrato (imagen de arriba). Y a lo largo del siglo XV en que artistas y cirujanos diseccionan cadáveres hurgando los secretos de la vida, Michel de Montaigne cierra Los ensayos (1580) advirtiendo que él mismo es la materia de su libro, mientras el índice menciona extrañamente temas como los carruajes, unos versos de Virgilio, la relación con los libros o la amistad.

 

En 1637 René Descartes promete obtener la ciencia total que resolverá para siempre los problemas terrenos siguiendo «la voz de la razón», provista de ideas innatas que la eximirán de tener que escuchar a otros. En el posterior panteísmo de Spinoza, el yo participa de una totalidad divina y, por ello, no precisa buscar lo superior fuera de sí. Entre tanto, Rembrandt ejecuta docenas de autorretratos en que se le ve curioso, ufano, dolido y finalmente sereno. En 1765 Rousseau dice en sus Confesiones: “Emprendo una obra de la que no hay ejemplo y que no tendrá imitadores. Quiero mostrar a mis semejantes un hombre en toda la verdad de la Naturaleza y ese hombre seré yo”. Años acumulados desde la invención de la imprenta, que al multiplicar los volúmenes disemina el acto de leer en privado (Lutero justificará la libre interpretación de la Biblia), llevan a Novalis a hablar del yo como «santuario de lo interior».

 

“Santuario” que la fría inspección de Freud mostrará como un sótano oscuro infestado de pulsiones inquietantes. En 1888 Van Gogh pinta La habitación de Arles abandonando todo afán verista (la fotografía triunfaba entonces) para preferir una exageración de la luz y las formas que refleje su enternecida gratitud por un rincón donde había sido dichoso. Décadas luego, Dalí colorea sus desaforados sueños, Kafka compara al humano con un escarabajo en La metamorfosis, y Robert Musil, tras la feroz Primera Guerra Mundial, titula su gran novela El hombre sin atributos. En la era del miedo nuclear, Europa conoce los tortuosos autorretratos de Francis Bacon en que el cuerpo se expone desfigurado y escindido. (imagen anterior)

Sacudida del polvo de las guerras, la sociedad de los 50 efectuará una restauración del yo que consistirá en retirar las impurezas de toda inquietud intelectual para dejar, únicamente, un maniquí espléndido y mudable, cuyas prendas se venden a prisa y al por mayor. «¿Quién quieres ser hoy?», pregunta una marca de maquillaje. La crisis de las ideologías en los 90 y los avances de la informática suprimen del horizonte individual los lazos con el pasado y la colectividad (que saben todavía a los ruinosos totalitarismos), para consagrar el goce del instante («consumir» es «extinguir, destruir») y el éxito como eclipse del bien común. En El fin de la historia y el último hombre (1992), Francis Fukuyama bendice el capitalismo liberal como el único sistema en que podremos desembarazarnos de la política y dedicarnos a nuestros proyectos personales.

Nada más conveniente al omnívoro mercado que masas de solitarios desgajados del futuro (apocalíptico en el cine y la literatura), del más allá (la religión se reduce a una estrategia de bienestar emocional) y de la sociedad (la carrera política es solo otro modo de perseguir el interés privado). Seres irreflexivos (“no lo pienses tanto”, decía un anuncio de cerveza) invitados a la fiesta del estreno continuo de ropa, look, tecnología, identidad digital y hasta fisonomía gracias a quirófanos donde –dice Zygmunt Bauman– los mortales se renuevan como mercancías en el cruel circuito laboral, a la vez que simulan vivir varias vidas dentro de una existencia detestablemente corta.

 

El planetario selfie que la comediante Ellen DeGeneres hizo una noche de marzo de 2014, durante la entrega de los premios Oscar de la industria norteamericana, es, por tanto, un hecho natural en este largo proceso de demarcación y problematización del sujeto. No fue la primera; sí la más famosa de las autofotos caracterizadas por su risueña espontaneidad y su irradiación instantánea a través de las redes sociales, con versiones recientes como el helfie (foto del propio cabello) o el selfeet (de los pies), a la espera del espejismo de los likes.

Es tentador hablar del tecno-Narciso que se mira sobre la pequeña laguna de cristal del smartphone. Por cierto, ¿realmente era infantil el temor de ciertos nativos que creían que una foto les robaría el alma? Algo de ello debe haber ocurrido en una civilización en que un fabricante de USBs proclama “eres lo que llevas” (un chip con archivos de fotos, textos, música) y un chico –fui testigo– es capaz de aburrirse durante cinco segundos de silencio en el ascensor. ¿No será que la larga exaltación del individuo en la modernidad ha desembocado no en seres erguidos y consistentes, sino en perfiles vacuos y volubles despojados de bagaje propio? Aros por donde todo pasa y nada permanece; psiques expuestas al desasosiego de la competitividad virtual, y a la distorsión, la delicuescencia y las patologías de la auto-imagen.

Además, ¿es el solo rostro un auténtico retrato (del latín «retractus», literalmente «hacer volver atrás», derivadamente «abreviar» y «sacar a la luz»)? Decía Abraham Lincoln que a los cuarenta uno es responsable de su rostro, que entonces comunica ya el itinerario personal por encima de lo genético. El conjunto de las facciones no es aún el semblante, que más bien recoge la expresión suscitada por lo que nos preocupa o halaga, por lo que nos enciende o arredra. Julio Ramón Ribeyro observa queel rostro se organiza alrededor de la mirada y, cuando esta desaparece, se desbarata”.

El selfie es el vislumbre de que uno no requiere de otros para conocerse y que el yo prescinde del tú para trazar su identidad. El hecho es que dicen más de alguien las fotos que toma de las cosas que mira, que aquellas en las que aparece. Ellas revelan la sensibilidad con que se desliza entre lo que la rodea. Atenciones y entusiasmos que prueban que, por dentro, uno no es monolito sino constelación. Decía Montaigne que «el mejor de los hombres es el hombre mezclado». ¿De qué depende la originalidad del escritor o el músico sino de cuánto haya podido leer o escuchar? ¿Qué es el arte, creía Jean-Luc Godard, sino reordenar lo que preexiste? Al fin, ¿no es absurdo esperar, con Descartes, que la mente, cual araña, extraerá de su interior las hebras del universo, cuando el mismo lenguaje sin el cual no podríamos pensar es un legado de los pueblos, migraciones y convivencias que nos han precedido, y aun de los susurros de mamá?

Décadas después de que hacerse fotos implicara todavía una ceremonia tras la cual se colgaba un nuevo cuadro en la pared, el selfie en que un ser gesticula para sí mismo en el encierro de su cuarto, ¿no es acaso la encarnación del compuesto abstracto que idearon Locke y Hobbes, al juzgar que el humano no se vincula con otros excepto para proteger su vida y delimitar su propiedad? Escribe Tzvetan Todorov: “el niño descubre su propia existencia al captar la mirada de su madre: soy lo que ella mira”. ¿Recortándonos con el láser de un celular no nos arriesgamos a perder los suministros del prójimo y del mundo, aislándonos y corroyéndonos como una planta sin nutrientes? ¿Acaso no es más fiel el “selfie” que se abre para recoger, más allá de la cara, los lugares, los anhelos y los semejantes a quienes deberemos la sustancia de nuestro nombre? El “selfie” de nuestros diálogos  y encuentros.

A fines de abril de 2014, semanas después de la autofoto de DeGeneres, una mujer falleció en una carretera de Carolina del Norte (EE.UU.) al chocar su vehículo contra un camión, luego de hacerse un selfie y colgarlo en su página de Facebook. La policía esclareció que no se hallaron indicios de consumo de alcohol ni de exceso de velocidad ni de imprudencia en el conductor del camión. ¿De qué o de quién fue víctima aquella persona que acababa de notificar a sus contactos que se sentía “feliz”?

 

Víctor H. Palacios Cruz

Escritor y filósofo. Profesor de la Usat

 

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