Treinta años sin Truffaut

Hace treinta años, el 21 de octubre de 1984, murió François Truffaut  (París, 1932).

Muchos de los que amamos el cine, lo tenemos como una suerte de “hermano mayor”; el que recomienda ver las películas indispensables e incita a las mejores lecturas, mientras descubre su propio camino, fértil y fundamental.

Truffaut  es militante de la más exigente “cinefilia”, esa pasión del siglo XX. En su bregar crítico, afirma, una y otra vez, que no existe diferencia cualitativa entre un clásico del prestigio cultural como “La gran ilusión”, de Jean Renoir, y una formidable cinta de entretenimiento popular como “Cantando bajo la lluvia”.

En otras palabras, que el cine no admite distinciones entre cintas de “elite” y películas “populares”, entre un cine “alto” o de prestigio y otro “bajo” o de entretenimiento, como tantos trasnochados esnobs estetizantes de hoy vuelven a postular.

Truffaut nos enseñó que solo existen las buenas y las malas películas. Y nos introdujo a una nueva comprensión del mundo de Alfred Hitchcock, su director preferido.

 

Ya como cineasta, Truffaut  hace películas que combinan la discreción, el pudor, la malicia, el amor por los libros.  Es, además, uno de los fundadores de la “Nueva Ola” francesa, junto con sus compañeros Godard, Chabrol, Rivette, Rohmer.

El aporte de Truffaut no sólo se limita a las 26 películas de corta y larga duración que filmó entre 1956 (el corto “Une visite”) y 1983, año de producción de “Vivamente domingo”, su último título. Sus contribuciones también se hallan en artículos, cartas (apasionantes) y textos diversos. Escribe en revistas como “Arts” y “Cahiers du cinéma”, desarrollando, a veces con beligerancia, los conceptos de la “política de los autores”, que afirma la equivalencia entre
el trabajo expresivo de un cineasta y el de un escritor o un pintor. El “autor” de una película es su director, repite, para oponerse a los que privilegian el aporte expresivo de los guionistas, los productores y hasta de las estrellas.

En su actividad como crítico, Truffaut valora las películas que conjugan “una visión del mundo y una mirada sobre el cine”. Es decir, las que ponen en evidencia los trazos netos de una escritura personal y la visión o temperamento de su director. Como las películas de Roberto Rossellini, Jean Renoir, Sacha Guitry, Jacques Becker y, por supuesto, Hitchcock. Todos ellos conformando su Parnaso personal de autores del cine.

En su momento, cuestiona la raigambre literaria del cine francés tradicional, con directores que ilustran, con escrúpulo académico, guiones prestigiosos, de vocación literaria, plagados de diálogos, a veces punzantes, pero convencionales en su armadura dramática y en conservadores en su representación, heredera del naturalismo de la escena francesa del pasado.

Truffaut recusa ese estilo y, en la teoría primero y la práctica después, propone un cine que fusione la armonía estructural del filme clásico, la libertad del neorrealismo italiano de la inmediata postguerra y que incorpore las novedades tecnológicas de entonces, como las cámaras ligeras y las grabadoras de sonido portátiles, funcionales en los rodajes en exteriores.

Junto con sus compañeros de la redacción de “Cahiers du cinéma”, Truffaut formula una estética de grupo y un plan de acción colectivo: las películas se escriben del modo en que se redacta un diario íntimo o un cuaderno de notas, con la cámara obrando como una extensión del brazo del operador, un lapicero listo para el apunte captado al vuelo.

El primer largo de Truffaut, “Los 400 golpes” (1959) es un ejemplo cabal de ese cine urgente, abierto a todas las influencias, climas y atmósferas de su época. No recurre a actores conocidos, ni apela a la adaptación de alguna novela famosa ni requiere de grandes estudios donde armar los “sets” de filmación. Son suficientes las calles, la iluminación realista, el acento documental, los gestos cotidianos.

Desde su primera cinta, Truffaut se muestra como un cineasta hipersensible, individualista, solitario, con dificultades para relacionarse con la sociedad,
volcado a la celebración de lo imaginario y la representación artística (“La noche americana”, “El último metro”).

Como un recurso para hablar de sí mismo, pero protegido por una máscara, se inventa un “alter ego”, el personaje llamado Antoine Doinel, encarnado por el actor Jean-Pierre Léaud, al que filma desde niño (“Los 400 golpes”) y ve crecer y madurar en cintas como “Antoine y Colette”,  “La hora del amor”, “Domicilio conyugal” o “El amor en fuga”.

Fascinado por los amores contrariados (“Jules et Jim”, “La piel dulce”, “La historia de Adele H.”, “La mujer de al lado”, “Las dos inglesas y el continente”, “El cuarto verde”), por los ejercicios de “suspense” en el estilo de su maestro Hitchcock (“La novia vestida de negro”, “La sirena del Mississipi”, “Vivamente domingo”), por la observación de los niños que viven experiencias dolorosas o jubilosas por primera vez (“El niño salvaje”, “La piel dura”), por la sensualidad femenina (“Una bella chica como yo”, “El amante del amor”), por la fragilidad del conocimiento (“Fahrenheit 451”), el cine de Truffaut se esfuerza por comprender las razones de cada uno de sus personajes, por más oscuras o reprobables que sean sus motivaciones. Es el legado que recoge Richard Linklater en “Boyhood”.

Sus películas a veces resultan amables, corteses, discretas, pero en todas se perciben las huellas de un personaje que lo pasó muy mal en la infancia, peor en la juventud (purgó prisión por resistirse a servir en el ejército) y se dedicó a imaginar narraciones que exorcizaban las aflicciones de su vida personal (era sometido a “curas de sueño”), más bien retraída, a pesar de sus romances públicos con Jeanne Moreau, Catherine Deneuve, Julie Christie, Jacqueline Bisset o Fanny Ardant, a las que retrató en películas admirables.

Las cintas de Truffaut tienen siempre un fondo melancólico. Le encanta contar historias, a veces rocambolescas (“La novia vestía de negro”), orgulloso de la pasión narrativa heredada de sus lecturas de Balzac y los novelistas del realismo francés.

A diferencia de los impulsos vanguardistas y “desconstructores” de Jean-Luc Godard, su más célebre compañero generacional (amigo primero, y enemigo luego), en las mejores películas de Truffaut  sentimos el aliento cálido y un guiño de complicidad para su celebración de las mujeres y los libros, pasiones solo superadas por su amor a las películas.

Ricardo Bedoya

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