Desaparecer

 

Los momentos que funcionan en “Desaparecer”, del peruano Dorian Fernández-Moris, son aquellos en los que la acción física se detiene, los personajes desaparecen de la imagen y los diálogos no se oyen más.

Es decir, cuando vemos las imágenes del paisaje amazónico y sus ríos contemplados desde la altura mientras los personajes viajan y la cámara sigue a las embarcaciones. O cuando recorremos las calles de Iquitos o la acción se traslada a la comunidad de Nueva Esperanza y la película muestra la llegada a ese lugar y los rostros de sus habitantes.

Pareciera entonces que “Desaparecer” busca desembarazarse de la camisa de fuerza argumental y genérica, privilegiando un costado documental, de mero registro.

Otro momento que tiene alguna fuerza visual: el acoso de los sicarios al protagonista que llega a la ciudad. Montaje rápido, planos aéreos y una situación inesperada, que se desprende de la línea central del relato.

Los problemas llegan cuando la película debe contar una historia y crear suspenso. Y cuando entremezcla los hilos que mueven al relato. Porque “Desaparecer” no solo quiere ser una historia de intriga. También intenta seguir el camino del drama romántico y de la película de denuncia social con intenciones ecologistas, a los que añade componentes de las mitologías amazónicas.

Un thriller que enfrenta el racionalismo de un profesor de matemática con las creencias en los yacurunas, esos personajes fantásticos que hicieron su debut cinematográfico en “El viento del ayahuasca”, de Nora de Izcue.

Con la mezcla genérica llega  el enredo. Las debilidades de la película tienen que ver con su relato entrecortado, sus diálogos abundantes y explicativos –sobre todo los que mantienen los personajes de Ismael La Rosa y Óscar Carrillo-, las pistas más o menos engañosas que siembra el guion y la escasa fluencia del relato.  Los personajes quedan como esbozos y, lástima, la acción no llega a despegar.

El destacable el trabajo de producción de la película y el sentido de la secuencia final, que escapa de lo previsible, agregando, in extremis, un motivo temático que se ha usado mucho en el cine de horror y en las ficciones sobre territorios confinados, primitivos y plagados de amenazas, donde todos se revelan como “brujos” para los “extranjeros”.

Ricardo Bedoya

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