19 Festival de Lima: Werner Herzog

Desiertos, selvas, montañas. Las primeras imágenes que llegan a la memoria al pensar en las películas de Werner Herzog (nacido Werner Stipetic en Sachrang, Munich, 1942) son de paisajes ubicados en los confines del mundo. Inscritas en ellos, aparecen las siluetas de personajes desafiantes, fieles solo a sus propias convicciones, listos para retar a la racionalidad y al sentido común con sus acciones desmesuradas.

Y enseguida surge la figura del cineasta Herzog ascendiendo, con la cámara sobre el hombro, hasta la cumbre del volcán La Soufrière (1977), a punto de entrar en erupción.  Tan obstinado como sus personajes de la ficción, Herzog encara, en ese documental, con empeño de superviviente, la amenaza de la lava ardiente que, en cualquier momento, lo arrasará todo. 

“Soy un soldado del cine”, dice Herzog. Soldado que cumple misiones riesgosas en un mundo que se sostiene sobre el caos y el desorden. Su tarea consiste en registrar ese campo de batalla, que es hechura de un demiurgo caprichoso que ha creado una naturaleza  que no sabe de la armonía y busca derrotar a los hombres que la enfrentan. Creador del que no se pude esperar benevolencia alguna, porque ha dispuesto a las cosas y a los seres en medio de un extraordinario desorden, regido solo por los impulsos de lo primario.

En su libro Conquista de lo inútil (Diario de filmación de Fitzcarraldo), Herzog describe sus afanes: se propone filmar “paisajes interiores, nacidos del delirio de la jungla”. Y agrega: “La selva, exclusivamente en el presente, si bien está involucrada en el tiempo, permanece por siempre sin edad.”

En Aguirre, la ira de Dios (Aguirre, der Zorn Gottes, 1972) y en Fitzcarraldo (1982), dos de las películas que filmó en el Perú, conocemos a personajes que recorren escenarios que calcinan, listos para acometer actos extremos, como el de Fitzcarraldo arrastrando un barco a través de la selva. Son historias que nos conducen al dominio de estados alternativos, que activan experiencias extáticas, como de trance interior. En uno de los momentos más afiebrados de su itinerario fluvial, vemos a Lope de Aguirre y a sus hombres, extasiados, contemplando un barco que se asienta sobre la copa de un árbol. Poseídos por el arrebato, solo les queda confinarse en la subjetividad: “¡Ese no es un barco! ¡Ese no es un árbol! ¡Esa no es una flecha!”, exclama uno de los personajes antes de caer muerto, víctima de una de esas armas negadas. Expresa así la intensidad de su “paisaje interior, nacido del delirio de la jungla”.

Ese delirio de la jungla trasciende el espacio de la Amazonia para designar un desorden esencial que tienta el desafuero humano. La aventura, aun la más insensata, se acomete en las alturas de los Andes, en lo alto de las montañas, al pie de un volcán, en medio del desierto, en una ciudad medieval de Alemania, en la Nueva Orleans destruida por un huracán, entre cuevas prehistóricas o en cualquier otro escenario elegido para la acción dramática o el registro testimonial.

Las películas de Herzog se viven como periplos que amplían las fronteras cognitivas mientras se transita por caminos febriles y alucinatorios. Tránsitos que los espectadores registramos como propios, acaso intoxicados por la capacidad hipnótica de algunos espacios, ofrecidos como espejismos o escenarios de algunas epifanías. Lugares bellísimos que, al cabo, se verán afectados por el costado imprevisible de lo natural, la catástrofe inminente, el tornado, la erupción volcánica, la llegada de la peste, el zarpazo inesperado de la bestia; lo que no se puede medir ni catalogar con los criterios utilitarios del éxito o del fracaso.

El conquistador Lope de Aguirre es un personaje emblemático del cine de Herzog, como también lo son Kaspar Hauser de Cada uno para sí mismo y Dios contra todos o El enigma de Kaspar Hauser (Jeder für sich und Gott gegen Alle, 1974, en la foto); Steiner de El gran éxtasis del escultor de madera Steiner (Die große Ekstase des Bildschnitzers Steiner, 1974); Fini Straubinger, de País de silencio y oscuridad (Land des Schweigens und der Dunkelheit, 1971); los enanos de También los enanos empezaron pequeños (Auch Zwerge haben klein angefangen, 1970); Bruno S. de  Stroszek (1977); el soldado Woyzeck (1979); Dieter Dengler de Little Dieter Needs to Fly  y Rescue Dawn (2006); Timothy Treadwell, de Grizzly Man (2005); Terence McDonagh, el Bad Lieutenant (2009)

Todos ellos están empeñados en el cumplimiento de una meta extraordinaria, venciendo el miedo, superando sus limitaciones físicas y construyendo su propia –acaso trágica- Arcadia. Ellos, como Aguirre, salen a buscar El Dorado. Y llevan consigo una cuota, mayor o menor, de desmesura y locura. Y todos enfrentarán el riesgo de la catástrofe porque “cada uno está para sí mismo, pero Dios está contra todos”, como reza el subtítulo de “El enigma de Kaspar Hauser”.

Herzog los observa con una mirada implacable, solidaria, pero nunca incondicional. Acepta lo que los personaje son, aun en su obstinación e irracionalidad, e incluso proyecta en ellos sus obsesiones personales. Los sabe inescrutables, y los acepta como son. A veces les expresa su admiración, pero nunca disimula sus debilidades ni esquiva mostrarlos en los callejones sin salida a los que los conducen sus contradicciones. La relación con sus personajes (y con los actores que los encarnan, como Klaus Kinski o Bruno S., entre otros) se sustenta en un acercamiento personal complejo e íntimo, pero siempre abierto al señalamiento de fallas e imposibilidades.

Esa matizada relación se percibe de modo cabal en el documental Grizzly Man (2005). A través de filmaciones, testimonios y documentos, Herzog se acerca a Timothy Treadwel, que decidió separarse de sus semejantes para intentar una convivencia armónica con osos salvajes, seres de naturaleza bestial que él acoge como prójimos. El relato testimonial de esa extraña e inquietante visión utópica da cuenta de la mezcla de complicidad y escepticismo que informa la mirada de Herzog.

El cineasta, convertido en narrador de la cinta, afirma que la armonía buscada por el “Grizzly man” no se concilia con su convicción personal de que la Arcadia es inexistente. El  destino final de Treadwell, devorado por un oso, parece darle la razón al cineasta: el desorden natural, tarde o temprano, toma revancha contra el gesto generoso o iluso que lo intenta modelar.

Ricardo Bedoya

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