19 Festival de Lima. El club

Luego del escándalo de Fernando Karadima -sacerdote preferido por las clases altas de Santiago que resultó un pedófilo contumaz-, la opinión pública chilena se ha mantenido muy sensible a los casos criminales de esta naturaleza. Más de una película remite, de modo directo o indirecto, al asunto.

“El club”, de Pablo Larraín, el realizador de “Tony Manero”, “Post Mortem” y “No”, alude a esos “affaires” ominosos de la Iglesia Católica. Lo hace imaginando una ficción incómoda, agresiva, ambientada en una casa de reclusión donde cumplen benigna sanción de retiro cuatro sacerdotes acusados de faltas y crímenes diversos. La presencia del lugar es uno de los aciertos de la película: ese “club” siniestro y remoto, se ubica sobre la costa chilena, en una caleta brumosa donde nada parece ocurrir, o donde algo muy inquietante se incuba.

La administración del lugar está a cargo de una mujer, de aspecto rapaz, que parece encarnar una suma de represiones y resentimientos.  

La llegada de un quinto sacerdote, así como la aparición de un personaje llamado Sandokán, activa el drama.

“El club” tiene un inicio intenso, que logra inquietar. El trabajo del encuadre, con un formato anamórfico que distorsiona algunas zonas de la imagen, y un tratamiento del color de paleta fría, congelada, acentúan ese costado mórbido que se infiltra como una miasma, pero que luego se convierte en un efecto programático del guion.

Y eso ocurre con la “entrada en escena” del sacerdote contralor, encarnación de los “tiempos nuevos”, el hombre definido como joven y “bello” por sus colegas; el que trae argumentos y razones éticas a ese mundo de “pecadores” que expían sus faltas del pasado resguardados por las prácticas de la “omertá” de la Iglesia Católica.

Luego de los primeros veinte minutos de proyección, la losa del discurso teórico se desploma sobre el desarrollo de la película. Y eso se descubre en el dispositivo que elige Larraín para confrontar a los curas. Una suerte de juicio de Núremberg, en la que el espectador es ubicado como juez de maldades y desafueros. El cura “bello” se encara a los curas “horrendos” apelando a la oralidad propia del sacramento de la confesión, pero también del interrogatorio fiscal y del apremio policial.

Los comparecientes, en la diversidad de sus crímenes, son la representación de todas las barbaridades amparadas por la Iglesia Católica en los últimos cuarenta años de la historia chilena. Los personajes adquieren un valor emblemático que los separa, de a pocos, de esa fragilidad humana que guarda hasta el autor del delito más repugnante.

Viendo esta película recordaba la mirada de Werner Herzog sobre los criminales condenados a muerte que entrevista en “Into the Abyss”: todos ellos mantienen una dignidad esencial; no son datos en un expediente, ni representaciones de un mal social, ni seres merecedores de un linchamiento. No son galgos forzados a la riña y propicios para el sacrificio.        

 Y frente a estos sacerdotes que eligieron ser fariseos, se ubica una figura disolvente, la de Sandokán ( el notable Roberto Farías), el Cristo que ellos crucificaron, la víctima propiciatoria, la que trae los aires de fuera: los del lenguaje popular con toda su obscenidad; del humor corrosivo y punzante –que la película termina expulsando, a machetazo limpio, con su gravedad forzosa-; de la memoria sumergida que rompe los diques; de la sexualidad que se menciona en voz alta; del desafío al orden.

Pero ese personaje de impronta liberadora, termina tan condenado como sus victimarios porque a Larraín no le interesa comprender motivaciones ni se acomoda a las sutilezas. El crítico chileno Héctor Soto lo expresa de modo cabal: “El encuentro suyo con los curas va a ser muy dramático, aunque no catártico. Porque las fatalidades ya están jugadas. Y porque aquí no hay redención. Ni para los que se quedan ni para el que se va. La intoxicación es total y lo que procede es tirar la cadena. Justo lo que estas imágenes parecen hacer.” (Aquí)

La película apuesta por la misantropía y el ensañamiento con personajes que merecen un ajuste de cuentas que compense la impunidad consagrada por su institución. Un ajuste que es, claro, el artificio de un guion inflexible y determinista.

 Ricardo Bedoya

Agregue un comentario

Su dirección de correo no se hará público. Los campos requeridos están marcados *

*
*
Website