El “boom” de festivales: aportes al debate

 

Me alegra que mi post sobre el “Boom” festivalero haya suscitado varios comentarios que motivan a continuar con la reflexión planteada en ese texto. Empiezo por hacer referencia a un breve comentario de Carlos  Zevallos. No quise personalizar en mi artículo, pero ante lo
que dice Zevallos reconozco que hay buenos programadores en los festivales en marcha. Lo son Fernando Vílchez, John Campos Gómez y Claudio Cordero. John había sido el programador de Lima Independiente y logró el año pasado un buen nivel de programación.  Mi impresión es que lo supera en la programación de Translima de este año. Vílchez, por su parte,  ha articulado una bastante buena selección en el festival Lima Independiente, y Cordero ha demostrado, a través del tiempo, que tiene condiciones de organizador y de programador. Eso lo he dicho antes; lo que he dicho también y que no hace bien Cordero es el ejercicio de reflexión sobre el cine y de manera particular sobre el  peruano. En general, falla cuando quiere emitir juicios polémicos porque incurre en serias debilidades informativas y conceptuales y suele confundir esos dos niveles. Destacar a los programadores no significa, claro, desconocer el trabajo que puedan haber hecho los equipos de organización ni su contribución a los objetivos trazados.

Carlos Esquives apunta en su comentario a los problemas técnicos presentados por el  FIACID. Ese es un asunto capital, del que no se libran los mejores festivales, pero al que se debe atender de manera prioritaria, buscando que las proyecciones se hagan a su hora  que los equipos estén bien, que no haya problemas o confusiones con los soportes  especialmente en estos tiempos de transición tecnológica) y que se cumpla con lo ofrecido en el programa.

Juan Daniel Molero da en el clavo cuando señala que la abundancia de material en el mercado del DVD y en la  Internet  reduce sensiblemente el aporte que los festivales realizan en estos tiempos si se compara con lo que hacían en el pasado. Y este es el tema que quiero abordar ahora. El mismo Molero anota la ventaja de ver las películas en sala y pantalla grande que yo también defiendo, no sólo por su potencialidad “envolvente” sino
también porque la pantalla grande hace visible en mayor medida los méritos y, también, deméritos, de las obras, y porque es un espacio de “socialización cinéfila”, que se contrapone tanto a la individualidad de la visión en casa como a la masividad del espectáculo comercial habitual. Pero esa no es la única ventaja, y ni siquiera la principal.
Un Festival aporta al conocimiento y a una difusión, por pequeños que sean, más abiertos” que la que se generan por los cauces de las pantallas chicas, que pueden tener más espectadores para esas películas, pero que operan en circuitos relativamente cerrados, alimentados por blogs y otros espacios de la Internet. Sin duda, el rebote, por pequeño que sea, de la obra de un Apichatpong Terassethakul, un Sylvain George o de un José Celestino Campusano es mayor ahora en nuestro medio que lo que podía ser hace pocas semanas.

 Pero hay un asunto central en el que habría que concentrarse, y no solamente aquí, sino también en otras partes, especialmente en nuestros países y en certámenes que no son de gran envergadura: a la vez que perfilar mejor el carácter de cada Festival, éste tendría que ser un espacio de debate y reflexión. No sólo por lo que aporten los directores en el diálogo con el público o en algunos talleres. También por una agenda más precisa sobre temas y motivos asociados a la programación, a la obra de algún realizador, a una película determinada o a franjas o corrientes en boga. Por ejemplo, una reflexión sobre las “transficciones” que anuncia el festival Transcinema, o sobre el “cine en  primera persona” al estilo de Mapa, o sobre los motivos que hacen cada vez más débil y frágil el límite entre lo ficcional y lo no ficcional en numerosas propuestas de los últimos tiempos, o sobre las modalidades del documental o, sobrevolando por todo lo anterior, los cambios expresivos que activan las nuevas tecnologías digitales. Los festivales tendrían que promover, asimismo,  trabajos de investigación y publicaciones y aumentar con ello el aporte que trascienda el breve periodo temporal en que se desarrollan.

 Estas son algunas ideas, a manera de ejemplos, de lo que podría hacerse y con ello configurar un tipo de festival  que tenga mayor sentido del que se limita, casi, a la proyección de películas y poco más. Y esto vale, también, para el Festival de Lima de la PUCP.  Es por este camino que los festivales “chicos” (dejemos Cannes, Venecia y otros grandes) tienen sentido en estos tiempos. Y eso pasa por una cierta especialización porque, evidentemente, estamos hablando de festivales de carácter minoritario, con una programación alternativa que es una programación exigente. Que eso es elitista, lo es, como es evidente que, cada vez más, se acentúa la oposición entre el cine mainstream y el cine de expresión personal y quedan pocos exponentes “intermedios”, como los que se podían encontrar hace unos años en mayor volumen. Que los nuevos festivales (y también el de la PUCP) aporten a una mayor comprensión de esas nuevas formas de expresión será más efectivo dentro de una plataforma que los diferencie más nítidamente de los programas de los también llamados (no de modo, precisamente, correcto)  festivales, como el de cine francés, que se anuncia, o el del cine europeo de octubre, o el de Europa del Este que se realizó hace algunas semanas, o también el OutFest que, en rigor, son más bien muestras, por amplios y variados que puedan ser algunos.  Igualmente,  la programación de la Filmoteca y de otras salas alternativas.

Es por esa vía, en mi opinión, que se puede ir decantando un nuevo modelo de festival que adquiera mayor sentido frente a la sobreabundancia de la oferta digital que hace que cada vez más cinéfilos y aficionados se limiten a ver películas en sus casas.

 

Isaac León Frías

 

 

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