“The Plague at the Karatas Village”, de Adilkhan Yerzhanov, lo sacrifica todo a una alegoría más bien obvia y subrayada. La corrupción, la desigualdad y la prepotencia del dinero subsisten –están marcados a fuego- en la vida cotidiana y en el imaginario de ese pueblo de Kazajistán al que llegue un desconcertado alcalde que choca, de pronto, con lo absurdo.
La puesta en escena, más bien plana y convencional, acumula viñetas ilustrativas del “tema” en cuestión. En el campo visual, los personajes performan roles y jerarquías, con gestualidad subrayada o con máscaras y movimientos rituales que evocan una suerte de teatralidad primitiva. La cámara, en encuadres frontales, fusiona a los comparsas con unos fondos escenográficos recorridos por fantasmales sombras proyectadas.
El repertorio formal del expresionismo clásico, el de “El estudiante de Praga” o “El gabinete de las figuras de cera”, o sus reelaboraciones nórdicas, como “Vampyr”, o propias del manierismo de algún autor hollywoodense, como el “Drácula” de Bram Stoker, de Coppola, con su batería de contrastes luminosos, de inmensas sombras movedizas e independizadas de su fuente, y su preferencia por lo nocturno, se aplica al pie de la letra.
La fotografía, fascinada por el fuego y las penumbras, sorprende y deslumbra. Pero nada más.
Ricardo Bedoya