“Rojo”, de Benjamín Naishtat, como “El movimiento”, uno de sus películas anteriores, es una fábula política. Se ambienta en 1975, en una Argentina tocada por la violencia de bandas armadas de todos los pelajes. La secuencia inicial es clave. El encuadre estable y dilatado registra la fachada de una casa de la que se van extrayendo objetos diversos. Pero no se trata de una mudanza. Es algo más siniestro que todos conocen, pero que nadie se atreve a definir. Es un saqueo programado ante la ausencia de los ocupantes, acaso fugados ante las amenazas de los grupos paramilitares. El horror y la rapiña se han naturalizado y se encarnan en espacios materiales, concretos.
Por eso, “Rojo” encuentra la esencia de los conflictos en las escenografías, en esos espacios interiores o exteriores donde irrumpen las agresiones. Como en la casa saqueada, o en el restaurante donde el personaje de Darío Grandinetti enfrenta los reproches de un desconocido, o en el descampado que se convierte en el campo de una batalla privada que se libra con la misma furia que mueve a los sicarios amparados por el gobierno nacional.
Los espacios físicos son territorios negociables, pero a condición de que se transen en silencio, bajo las condiciones de un pacto de complicidad con la violencia sellado por las clases medias y altas. Como en el cine de Elio Petri (“Investigación de un ciudadano sobre toda sospecha”, “La clase obrera va al paraíso”, “Todo modo”), la trama criminal se superpone a la mirada política y ambas toman cuerpo en espacios y personajes emblemáticos: violentos de derecha y de izquierda, verdugos, cómplices, a veces diseñados sin matices.
Ricardo Bedoya