El cine de los maestros, Federico de Cárdenas, y la historia de una amistad. Escribe Santiago Pedraglio Mendoza

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Un agradecimiento a Santiago Pedraglio por permitir la publicación del texto de su intervención en la presentación del libro “El cine de los maestros”, de Federico de Cárdenas, que se llevó a cabo en la pasada Feria Internacional del Libro. Aquí lo tienen:

 

LA AMISTAD CON FEDERICO: DESDE INICIOS DE LOS AÑOS SESENTA

Quiero dejar claramente establecido, desde el principio, que mi presencia aquí obedece a la amistad; y creo que, sobre todo, a un “pequeño detalle” que Chacho me hizo recordar hace unos días: fui yo quien le presentó a Federico. Entonces, para ser claro, ese es el gran mérito que me ha puesto frente a ustedes en esta noche.

Pero bueno: para ampliar el asunto un poco más, y como un homenaje a la amistad, trataré de representar al grupo que, en ese tiempo constituimos con Fernando Eguren, Javier Protzel, Alonso Polar, Armando Zolezzi, Coqui Rizo Patrón, Roberto Romaña y Federico. Eran mis últimos años de colegio, y, aunque éramos del mismo barrio, la mayoría de ellos se habían conocido recién en la universidad. Ese fue el inicio de una larga y fructífera relación.

 

EL FEDERICO PRE HABLEMOS DE CINE

Nuestras primeras conversaciones, alentadas por el humor discutidor e inquieto del grupo que constituíamos, fueron no solo sobre cine sino también sobre literatura y política. Y esta agenda se mantuvo vigente hasta el último café que Fernando Eguren, Javier Protzel y yo nos tomamos con Federico.

De la lista de lecturas de comienzos de los años sesenta quiero recordar El extranjero de Camus, Demian de Herman Hesse, El cero y el infinito de Arthur Koestler y La última tentación de Cristo de Kazantzakis, porque motivaron grandes debates entre nosotros. Federico era un lector voraz. El extranjero, de Camus, fue la clave de esos días —aunque quizás lo fue principalmente para mí, y le estoy dando esa importancia por mi experiencia particular—. No puedo olvidar que mis amigos venían de la universidad alentados a la lectura por Gustavo Gutiérrez, quien, dicho sea de paso, preparaba con fervor, por esos años, su posterior Teología de la liberación. A mí me tocó tenerlo de maestro un par de años después.

Los cines que frecuentábamos más ya todos han desaparecido: El Ambassador, de Lince; el San Felipe, de Jesús María; y el cine Le Paris, del centro de Lima. En ese lapso vimos películas que también fueron motivo de debate entre nosotros: Horas candentes (1960), de Godard; Rocco y sus hermanos (1960) de Visconti; La noche (1961), de Antonioni. Vimos en ese tiempo tres películas de Truffaut: Los cuatrocientos golpes (1959), aunque esta, quizás antes de conocernos con Federico; Jules et Jim (1962) y La piel dulce (1964), esta última con la asistencia de dirección de Jean André Fieschi, quien después fue profesor de Federico en el Instituto de Formación Cinematográfica de París.

No puedo dejar de mencionar una película que nos gustó muchísimo a los dos porque rebosaba frescura y alegría juvenil: Adieu Philippine, de Jacques Rozière (1962), en una pequeña sala de la plaza San Martín, y volvimos a verla juntos en la Cinemateca de París.

Federico fue un gran cultivador de la amistad. Como un homenaje a los amigos ausentes, debo decir que mantuvo una amistad entrañable con Coqui Rizo Patrón y Alonso Polar.

 

EL GRUPO INICIAL DE HABLEMOS DE CINE

Era un grupo compacto, radical, apasionado, algo provocador. Ahora, a la distancia, me parece que obligatoriamente tenían que serlo si se querían abrir un espacio y ser escuchados. A sus 20 años, lanzarse a una aventura de este tipo era riesgoso, y requería cohesión y decisión; ambas características las tuvieron. Recuerdo a Chacho y a Federico, por supuesto, y también a Juan Bullitta y Carlos Rodríguez Larraín, como cuatro de los fundadores de Hablemos de Cine.

Aclaro que yo los veía, los conocía bien, pero nunca me integré al grupo como tal. Sin embargo, recuerdo claramente la benéfica influencia de Desiderio Blanco sobre la creación de este grupo y la elaboración de una nueva mirada del cine. Con ellos ingresa una nueva mirada del cine, pero también nos presentan directores que no conocíamos o no valorábamos lo suficiente, como John Ford y Howard Hawks. El propósito implícito que también tenían era traerse abajo los mitos del “cinema de calidad”, ir contra el sentido común de lo que se entendía por “el buen cine”. Una gran labor, polémica y didáctica, porque de ambas cosas hubo.

Debo decir que yo mismo tomé un tiempo antes de aceptar y gozar del gran cine norteamericano que mis amigos promovían desde Hablemos de cine. Con ellos se asienta la importancia del cine de autor, del cine como develamiento (por lo general, de un misterio o un secreto); la valoración de la puesta en escena como un objetivo principal del análisis y de crítica.

Federico y la gente de Hablemos de cine —incluyo a Desiderio Blanco— nos hicieron reconocer la importancia de la puesta en escena, del análisis del producto cinematográfico; esto es, la particularidad de su lenguaje, distinto del literario o del periodístico. Llevaron la atención al producto cinematográfico en sí mismo, en una manera nueva de acercarse al cine. 

Fueron los años de cineclubs como el del Colegio Champagnat, que ellos promovieron con gran éxito. Recuerdo muy bien una entrevista a Roberto Rosellini, en la que participé, junto con Federico y el equipo de Hablemos de Cine, sostenida en un pequeño ambiente de ese colegio.

Todos los fundadores de Hablemos de cine se hicieron críticos y enamorados del cine para toda la vida. Un romance indestructible. Un detalle anecdótico: en París, en 1969 o 1970 —no lo recuerdo con exactitud— Federico nos declaró con gran orgullo que había visto 550 películas en menos de un año. En esa época compartíamos un pequeño departamento a pocas cuadras de la cinemateca Chaillot, con él y Enrique Beltrán, otro gran amigo peruano que recaló en París.

 

FEDERICO Y EL CINE

Quiero destacar algunos rasgos que recuerdo en especial de la relación de Federico con el cine. El primero es uno que podría denominarse “el rito del espectador”. Federico se sentía seducido por el clima que se crea en una sala de cine: la oscuridad, la pantalla, la expectativa por la película que se proyectará en unos minutos, el asiento favorito en el lugar más adecuado y, en algunos casos, los amigos que podía saludar a la pasada, antes o después de la función.

Creo que no es posible hablar de Federico como crítico sin considerarlo antes como un cinéfilo fervoroso. El cine era un momento de fiesta, aunque se fuera a llorar. Eran, por eso, un espacio y una experiencia tan atrayentes y cautivadores que despertaba en él poderosos sentimientos de intimidad y pasión. La intimidad de la experiencia creo que fue fundamental para él, y Federico la supo gozar y tomarle el sabor a plenitud.  Creo que la naturaleza de esta experiencia le permite escribir del siguiente modo, a propósito de Jeanne Moreau, la gran actriz francesa:

“No hay cinéfilo que no pueda vibrar al escuchar su voz inimitable, suave y algo ronca, con una modulación perfeccionada por sus años de práctica en la escena y proyectada en su exacta medida en las decenas de personajes que interpretó en la pantalla. El secreto control e intenso magnetismo que derivan de su presencia se instalan a partir del diálogo y el monólogo, por ello escucharla cantar o recitar fue prolongación de la intensa comunicación que suscitaba”.

Su manera de ejercer la crítica —o el tránsito del espectador al crítico de cine, podría decirse— le permitió cultivar lo que el propio Federico llama “varias formas de traducción”. Creo que hay un primer momento de asimilación crítica y de enriquecimiento personal: un diálogo entre el director y él (como espectador), mediado por la película. Y luego el otro momento, cuando ejerce el oficio de crítico y ese diálogo interno se proyecta como una traducción entre la película vista y el futuro lector de su crítica —que publicaría en Hablemos de cine, en La República o cualquier otro medio—. El crítico actúa, y así lo escribió él, como un traductor. Podría decirse también, quizá, como una bisagra entre la película y el lector, al transmitirle una opinión al mismo tiempo rigurosa, audaz y reflexiva. Es inevitable que un buen crítico recree lo que ha visto. Es la función estrictamente creativa del crítico, de cara al lector.

A propósito de Luis Buñuel escribe Federico precisamente que “Lo formidable del cine de este maestro que se negaba como tal es su acercamiento libérrimo a cada personaje: en su visión del mundo no hay un juicio previo que los redima o condene. Eso queda al espectador, que aplicará su propio criterio”.

Para Federico el cine fue también una manera privilegiada de hacer uso de la ficción con el fin de entender la complejidad de la realidad, incluso de aquella turbia, contradictoria, de determinadas relaciones humanas. Dice, a propósito de Claude Chabrol, que para este director de cine “el mundo es un enigma; y el alma humana, un abismo insondable” y añade que Chabrol “Aprendió de Fritz Lang […] y de Hitchcock […] que el cine es arte de puesta en escena, que es la manera de plasmar un mundo regido por unas leyes —un orden— contra los cuales insurgir”.

Termino con unas líneas del texto de Federico que sirve como balance al libro que hoy presentamos: “Y aunque no crea ya, como hace muchos años, que el cine puede cambiar el mundo, sí sigo pensando que puede cambiar la vida. O al menos unas cuantas vidas. A mí me la cambió”.

Gracias por todo, Federico.

 

Santiago Pedraglio Mendoza

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