Ella

 

 

“Ella” es, de lejos, la mejor película de Spike Jonze. Desembarazado de los guiones de Charlie Kaufman, hace una cinta personal, intensa, entrañable por momentos, con dos actuaciones excepcionales: la “real”, de Joaquin Phoenix, y la “virtual”, de Scarlett Johansson, ese cuerpo deseado que aquí se desmaterializa para convertirse en puras entonaciones y acentos de voz.

La historia la conocen todos: un hombre se enamora del sistema operativo de una computadora. Es un dispositivo inteligente y de afectividad en formación. Es ciencia ficción, pero absolutamente próxima y probable.  Jonze, como el Godard, de “Alphaville”,  imagina el futuro como una variación estilizada del presente: es un horizonte urbano fantasmal transitado por solitarios que viven en interiores de líneas simétricas y divisiones traslúcidas, pobladas de pantallas. Nunca los seres humanos se vieron tan desconectados como en esa era de las conexiones.

Durante la proyección se me venía a la memoria “Muerte en Venecia”. Asociación impertinente, sin duda, dadas las distancias siderales que las separan en asuntos y tratamientos. Luego me puse a pensar en los motivos de esa caprichosa asociación: la fijación de los protagonistas, en primer lugar. El de Visconti, heredero de las mejores esencias de la cultura clásica, atrapado por una imagen (o por la imagen de un cuerpo, concebido de acuerdo con el canon de la belleza clásica) que se desvanece. El de Jonze, por una voz.

Personajes impulsados hacia las derivas urbanas.

En segundo lugar, el clima de fin de época que enmarca ambas películas.

El músico alemán de Visconti quiere atrapar la imagen de Tadzio, que está cargada de “aura”, justo en tiempos en que el ideal clásico va a ser asaltado por las vanguardias artísticas: se asoma la época de la “reproductibilidad mecánica” de la obra de arte, liquidadora del “aura”.

Theo, el protagonista de Jonze, vive un clima de hipermodernidad tardía, o de post-posmodernidad: la imagen ya no es central; los soportes físicos están en extinción; la desmaterialización se impone. Solo queda la voz  y sus inflexiones.

En ambas, la imagen o el sonido, indicios de la “realidad”, anclan a los personajes en sus respectivas épocas y los fijan en sus afectos. En ambas, todo se disuelve.

Jonze no es aquí el “cancherito” de sus dos primeras películas: apuesta a la melancolía romántica y consigue recrearla.

 

Ricardo Bedoya

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