Festival de Lima: Bruno Dumont

 

Una mirada panorámica a la obra cinematográfica de Bruno Dumont (Bailleul, Nord-Pas-de-Calais, 1958) nos enfrenta a personajes ermitaños, ensimismados, silenciosos, poseídos por una extraña fiebre, o una convicción febril, y una inquietante ambigüedad. Detrás de ellos, como ásperas escenografías, aparecen paisajes desolados, recorridos por los vientos propios de la costa o, por el contrario, claustros de una presencia física muy marcada. Y siempre, hormigueantes sensaciones. Ruidos naturales, el sonido del desplazamiento de los cuerpos, de los susurros y la respiración. El olor que mortifica a los personajes. O la experiencia del dolor. Las marcas de lo corporal y lo material.

Desde su primera película, La vida de Jesús (1996) hasta la más reciente, P’tit Quinquin (serie de televisión, pero con una versión para el cine, 2014; en la foto), pasando por L’Humanité (1999), Twentynine Palms (filmada en Estados Unidos, 2003), Flanders (2005), Hadewijch (2009), Hors Satan (2011) y Camille Claudel 1915 (2013), la obra de Dumont se aleja de las convenciones del realismo y de las imposiciones del guion. Más que ilustrar situaciones preexistentes, las diseña y las observa. Por eso, sus películas siempre parecen abiertas a lo aleatorio, a los hallazgos y a los imprevistos. La cámara está ahí para dar cuenta de una acción concreta, pero también para que aparezca el sentido de lo que ofrece el entorno, del color emocional que aporta el clima o la luz de un momento determinado.

Las películas se detienen para tratar de encontrar lo que hay detrás de esos personajes de rostros minerales (lo que explica la presencia de actores naturales o no profesionales, con la excepción de Juliette Binoche, en Camille Claudel 1915), de aquello que los mueve y les lleva a comportamientos extremos. Las películas intentan destilar la esencia de los impulsos espirituales que convierten a los seres en ángeles bienhechores o exterminadores, o en ambos a la vez. Ángeles que se mueven a través de un mundo duro y reseco, de acentos crepusculares y a veces apocalípticos, que no tiene espacio para los afectos, a causa de la guerra, como en Flanders, o del fanatismo, como en Hadewijch, o del prejuicio como en Camille Claudel 1915, recluida por amar con “exceso” y por desafiar lo establecido.

A pesar de sus apariencias hoscas y sus instintos casi primarios, cercanos a lo animal, los personajes de Dumont no descartan la noción de lo sagrado, aun cuando no puedan formularla de modo consciente o la busquen a través de los caminos del dolor o del mal.

En las películas, la espiritualidad no se manifiesta a través de discursos de afán didáctico. Está encarnada en cuerpos rugosos y miradas, en gestos y posiciones corporales que evocan el “trance” o la posesión mística; en la “inocencia” del “idiota del pueblo” enfrentado a la pura maldad, como en L’Humanité; en los extravagantes y desesperados exorcismos practicados por el iluminado de Hors Satan; en las miradas de Camille Claudel sobre sus compañeras del asilo psiquiátrico.

La obra de Dumont es seca y austera, como esculpida en piedra. Pero acercándonos a ella, a través de pequeñas grietas, podemos atisbar la presencia de lo “invisible”.

 

Ricardo Bedoya       

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