En Felipe, vuelve (2009), la realizadora, Malena Martínez, residente en Viena, retorna al Perú para buscar a un viejo peón de la hacienda cusqueña en la que pasó algunas temporadas durante su infancia. El viaje de Lima al Cusco, y de ahí a la hacienda Huayracpunco en Paruro, lo emprende en compañía de su madre. La voz over de la propia documentalista informa de la trayectoria del viaje y, en varios pasajes, su mirada se identifica con el punto de vista de la cámara […]
Desde el inicio, conocemos las motivaciones de la travesía: la documentalista no regresa al Perú, como en anteriores ocasiones, para visitar a su familia, sino para buscar a Felipe, el campesino hacendoso que fue una presencia bienhechora y entrañable de su niñez. El empeño tiene, además, una urgencia: Felipe es un hombre mayor, que tal vez esté cercano a la muerte.
Sin preámbulos, se inicia el recorrido hacia la hacienda familiar ubicada en un lugar del “Perú profundo”, como lo define la narradora. Una hacienda que conoció mejores épocas y que ahora muestra su deterioro, resultado de una administración acaso ineficiente. Si bien el personaje de Felipe, el campesino alcohólico y de gran fortaleza física, al que conoceremos después, es central en la película, en el trayecto se descubre a un actuante no menos poderoso e importante, aunque de valencias distintas y antagónicas: el tío Augusto, personaje que se infiltra en la acción para dejar su huella […]
En Felipe, vuelve, la narradora-documentalista asume una dimensión performativa al volver a ese lugar y clamar por el regreso de Felipe. ¿Qué es lo que encuentra ahí? ¿Desde dónde graba ese mundo y requiere al campesino ausente?
Todo en el registro documental de Malena Martínez pasa por un cotejo personal con su pasado. La narradora halla un mundo familiar anacrónico, con propiedades administradas con un verticalismo que no se condice con el paso del tiempo ni con su visión crítica de las desigualdades en el Perú. Pero sus relaciones con el paisaje, con los recuerdos de ese lugar y con las personas que rodearon su infancia están preñadas de una profunda dimensión afectiva. Mejor, están fijadas en el tiempo o estancadas en su memoria: en su infancia fue feliz con las atenciones recibidas de Felipe, el peón, y con su amistad con “Feli”, la hija del campesino, con la que se retrata y cuya foto vemos […]
Esas memorias de la infancia remueven las vivencias del “otro” en sus formas más netas y primarias. Es decir, la percepción de la etnicidad de Felipe asociada a rasgos corporales particulares, los de su propia alteridad: la dureza de sus pies encallecidos y la memoria de un personaje que “pertenecía” a la hacienda como si fuese un bien mueble más. En el recuerdo de la documentalista, el peón entrañable es parte inamovible del paisaje: la pieza central de un mundo idealizado. Por eso, la ausencia de Felipe del lugar en el que sirvió muchos años significa una ruptura del orden, un trastorno, acaso el signo definitivo del final de una edad feliz.
Vista en ese horizonte, la realización de la película aparece como una experiencia de reparación: pretende recomponer las piezas desordenadas en el curso del tiempo para ubicarlas en el lugar que ocupaban en un orden pasado, perdido y acaso imaginario […]
La experiencia del documental es también la del aprendizaje —o la pérdida de la inocencia— de la cineasta. La visita a la hacienda Huayracpunco la obliga a desmontar lo que, en otra época, le parecía un hecho dado o un fenómeno “natural”. Ahora percibe con lucidez que el trabajo de Felipe, el campesino, resorte de su felicidad infantil y base de la supervivencia de la heredad familiar, era la piedra basal de un sistema de jerarquías rígidas y condiciones de trabajo basadas en la más odiosa desigualdad.
Ricardo Bedoya
Este artículo recoge algunos párrafos del texto dedicado a la película en el libro “El cine peruano en tiempos digitales”.